"¡Fuera, monocuco, fuera!"; "Baila, monocuco, baila", todo reviente tiene códigos, discriminación, no somos iguales en el barrio, la competencia es así en bahía y en la china cambia de antifaz pero
Igual él fue Pablo Escobar y nos miramos a diversa distancia porque claro, yo era monocuco y a veces ni eso, ese calor daba demasiado disfraz. Había mucha onda, alto voltaje, pero al final Pablo bueno, estuvimos ahí, nos lastimamos las piernas , rodillas y pies pero no podemos dar fe de que lo hayamos visto caer.
Copio Vía Crítica
"No tenía disfraz. O mejor dicho, tenía uno de monocuco, un recontratípico traje de carnaval de Barranquilla, especie de arlequín multicolor con capucha de pitufo. Me lo probé: parecía el muñeco Barny. Así que busqué en mi valija qué podía inventar. Estaba llena de ropa blanca, para estar a tono con el calor del Caribe. Se venía la guacherna de carnaval, el desfile inaugural. Los monocucos abundan en esta fiesta. Este año salieron tantos que son resistidos allá donde se menean. “¡Fuera monocucos!”, suelen gritarles para espantarlos, para que no desluzcan a los que se han preocupado por ser originales. Me dije, consultá una mujer creativa, diva y popular. Mi nueva amiga Liliana Saumet, la cantante de la maravillosa banda Bomba Stéreo –¡bajen su disco de internet ya!–, me ayudó. –Con esa cara –me dijo– podrías ser Pablito Escobar tranquilamente. Le contesté con esa expresión de los costeños (del Caribe colombiano) que queda bien para todo. “¡Ajá!”, con la jota hinchada con que hablan para decir por ejemplo, tenés razón, ok, o qué es esto, o ¡mirá vos! Sin demasiado problema armé el vestuario de mi versión de Escobar: pantalón blanco chupín, mocasines de cuero de potro, camisa blanca abierta hasta la clavícula, cinto blanco, cadena gruesa y de oro falso, sombrero panamá, gafas enormes y oscuras y el alma de un bribón al que le gusta mostrar el fierro, un revólver 38 bien llevado en la cintura. Luego me afeité la barba y dejé el bigote. Cuando salí a los pasillos del hotel me di cuenta de que causaba impresión. –¡Ajáaaaa! –me saludó el botones. –¡Ajá, don Pablo! –me piropeó la de la recepción. El disfraz funcionaba. Entré a la guacherna, ya multitudinaria a las ocho de la noche, como un personaje real: era Pablo Escobar. Apenas hice unos pasos escuché el grito de un monocuco que pasaba: –¡Pablito! –dijo detrás de su antifaz. Con mi amigo Charly, emperador chino, frenamos. El monocuco nos pidió una foto. Nos costó avanzar entre las comparsas detenidas a la espera de la largada: cada tanto, otra foto. Otra más. Otra más. Escobar se robaba el corazón del pueblo. La masa no quería perderse la oportunidad de inmortalizarse junto a él. –¡Dispare con esa pistola, patrón! Un negro hermoso que miraba desde la tribuna el desfile se dio cuenta de que no sabía manejar un arma, y me enseñó a ostentar como Pablo: –¡P’ arriba, marica! ¡Ratapumpumpá!
¡Me salía bien! Con la mano en alto, tres veces para arriba, como tirando al aire: –¡Así se hace, patrón! –gritó una señora. Con el emperador llegamos a nuestra comparsa ya sudados, ya borrachos, ya en personaje: éramos otros. Hasta que terminó la guacherna fui Pablo Escobar. Pablito para los amigos. Aquí y allá sonaba mi nombre. Bailé al ritmo de la tambora y la flauta de millo, la gaita y el ron. Bailé la canción del carnaval y su estribillo: “Mama rón-mama rón”. Bailé para el público y para mi amiga, la de la idea del disfraz, que se puso de Mujer Maravilla (pueden verla junto a Pablo). Bailé como nunca debe de haber bailado el patrón. Y más. Bailé tanto que terminó el desfile y seguí bailando en una fiesta en plena calle: una auténtica “cumbia”; miles danzando el elegante ritmo que dio origen a todos los demás que lleven su nombre. A ratos algún bailarín me miraba y se alejaba, de puro miedo nomás. A las dos de la mañana una estampida me asustó. Eran policías foráneos, venidos del resto de Colombia, que no entendían el carnaval, me explicó un amigo. De pronto, ¡tiros! ¡Ningún ratapumpampá! ¡Tiros de verdad! Alcé a la Mujer Maravilla por la cintura y volé con ella del brazo. Pero se me perdió. Tropecé. Casi caigo despanzurrado. Escuche el alarido: –¡Cristián! –dijo. Wonder Woman se había colado en la casa de una vieja que cerró la puerta tras de mí. Luego, más tarde, en la calle, con los tombos dando vueltas, un negro me susurró: –Esconda el fierro, papá. Me quité sombrero. Cadenas. Pistola. Gafas. Dejé de ser Pablo. Me fui silbando bajo. Y seguí bailando, con mis cumpas, en La Troja, la catedral de la salsa barranquillera. "
Igual él fue Pablo Escobar y nos miramos a diversa distancia porque claro, yo era monocuco y a veces ni eso, ese calor daba demasiado disfraz. Había mucha onda, alto voltaje, pero al final Pablo bueno, estuvimos ahí, nos lastimamos las piernas , rodillas y pies pero no podemos dar fe de que lo hayamos visto caer.
Copio Vía Crítica
"No tenía disfraz. O mejor dicho, tenía uno de monocuco, un recontratípico traje de carnaval de Barranquilla, especie de arlequín multicolor con capucha de pitufo. Me lo probé: parecía el muñeco Barny. Así que busqué en mi valija qué podía inventar. Estaba llena de ropa blanca, para estar a tono con el calor del Caribe. Se venía la guacherna de carnaval, el desfile inaugural. Los monocucos abundan en esta fiesta. Este año salieron tantos que son resistidos allá donde se menean. “¡Fuera monocucos!”, suelen gritarles para espantarlos, para que no desluzcan a los que se han preocupado por ser originales. Me dije, consultá una mujer creativa, diva y popular. Mi nueva amiga Liliana Saumet, la cantante de la maravillosa banda Bomba Stéreo –¡bajen su disco de internet ya!–, me ayudó. –Con esa cara –me dijo– podrías ser Pablito Escobar tranquilamente. Le contesté con esa expresión de los costeños (del Caribe colombiano) que queda bien para todo. “¡Ajá!”, con la jota hinchada con que hablan para decir por ejemplo, tenés razón, ok, o qué es esto, o ¡mirá vos! Sin demasiado problema armé el vestuario de mi versión de Escobar: pantalón blanco chupín, mocasines de cuero de potro, camisa blanca abierta hasta la clavícula, cinto blanco, cadena gruesa y de oro falso, sombrero panamá, gafas enormes y oscuras y el alma de un bribón al que le gusta mostrar el fierro, un revólver 38 bien llevado en la cintura. Luego me afeité la barba y dejé el bigote. Cuando salí a los pasillos del hotel me di cuenta de que causaba impresión. –¡Ajáaaaa! –me saludó el botones. –¡Ajá, don Pablo! –me piropeó la de la recepción. El disfraz funcionaba. Entré a la guacherna, ya multitudinaria a las ocho de la noche, como un personaje real: era Pablo Escobar. Apenas hice unos pasos escuché el grito de un monocuco que pasaba: –¡Pablito! –dijo detrás de su antifaz. Con mi amigo Charly, emperador chino, frenamos. El monocuco nos pidió una foto. Nos costó avanzar entre las comparsas detenidas a la espera de la largada: cada tanto, otra foto. Otra más. Otra más. Escobar se robaba el corazón del pueblo. La masa no quería perderse la oportunidad de inmortalizarse junto a él. –¡Dispare con esa pistola, patrón! Un negro hermoso que miraba desde la tribuna el desfile se dio cuenta de que no sabía manejar un arma, y me enseñó a ostentar como Pablo: –¡P’ arriba, marica! ¡Ratapumpumpá!
¡Me salía bien! Con la mano en alto, tres veces para arriba, como tirando al aire: –¡Así se hace, patrón! –gritó una señora. Con el emperador llegamos a nuestra comparsa ya sudados, ya borrachos, ya en personaje: éramos otros. Hasta que terminó la guacherna fui Pablo Escobar. Pablito para los amigos. Aquí y allá sonaba mi nombre. Bailé al ritmo de la tambora y la flauta de millo, la gaita y el ron. Bailé la canción del carnaval y su estribillo: “Mama rón-mama rón”. Bailé para el público y para mi amiga, la de la idea del disfraz, que se puso de Mujer Maravilla (pueden verla junto a Pablo). Bailé como nunca debe de haber bailado el patrón. Y más. Bailé tanto que terminó el desfile y seguí bailando en una fiesta en plena calle: una auténtica “cumbia”; miles danzando el elegante ritmo que dio origen a todos los demás que lleven su nombre. A ratos algún bailarín me miraba y se alejaba, de puro miedo nomás. A las dos de la mañana una estampida me asustó. Eran policías foráneos, venidos del resto de Colombia, que no entendían el carnaval, me explicó un amigo. De pronto, ¡tiros! ¡Ningún ratapumpampá! ¡Tiros de verdad! Alcé a la Mujer Maravilla por la cintura y volé con ella del brazo. Pero se me perdió. Tropecé. Casi caigo despanzurrado. Escuche el alarido: –¡Cristián! –dijo. Wonder Woman se había colado en la casa de una vieja que cerró la puerta tras de mí. Luego, más tarde, en la calle, con los tombos dando vueltas, un negro me susurró: –Esconda el fierro, papá. Me quité sombrero. Cadenas. Pistola. Gafas. Dejé de ser Pablo. Me fui silbando bajo. Y seguí bailando, con mis cumpas, en La Troja, la catedral de la salsa barranquillera. "
1 comentario:
mi amigo es el narcogalán más bello!. Qué linda foto!!
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