la referencia del villano

“Cuando te sentás a negociar, lo primero que tenés que pensar del tipo que tenés enfrente es “este es un hijo de puta, este tipo quiere que mis hijos no coman”. Amante como soy de esa atmósfera compleja y contradictoria en esos relatos que; el multi o mini conflicto y demás herramientas prosaicas del pensamiento sensorial, al final pierdo en el plano pragmático, la realidad resulta mucho más polarizada que las mejores y más altas buenas intenciones y acaso también de la esforzada elucubración.
(Pero cuidado, que bueno bueno nunca se sabe quién hay.)

todos estamos un poco
cansados
del frío.

asi la circunstancia como el ángulo de toma


no estamos a la altura.
*No confíes en quien usa twitter. Exhibicionismo sin consecuencias vs el evento social en vivo. Poné el slogan en twitter, desterralo del word.
*El ritual juvenil histórico de la revista: hay una nueva y peronista edición de La Contrareforma
*Hay un nuevo libro de Siesta, Las afueras de Paula Peyseré.
*Hoy, no mucho más. El resto y el twitter es pura frivolidad.

"eso no está mal" /Entrevista a Guebel, Pauls y Bizzio

Posteo el bruto de la desgrabación a la entrevista a Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Alan Pauls que hice con Hernan Arias.
Sus últimas novelas, Derrumbe, Era el cielo e Historia del llanto están distribuyéndose, como se dice en periodismo "por estos días".
(Realizada en Buenos Aires; noviembre de 2007, parte de esa charla se publicó en el Suplemento de Cultura de Perfil).
Sí, es un poco larga, duró varias horas y ocupó miles y miles de caracteres.
Tiraron títulos hiteros como "Basta de la joven guardia" (Guebel), "No publicaría mis textos en internet" (Pauls) y "La eficacia es repugnante" (Bizzio). Encuentrenlos en esta marea de letritas.

-Los títulos Derrumbe, Historia del llanto y Era el cielo, definen una atmósfera nostálgica y un tanto oscura. Podría decirse que las tres novelas tienen como tema común el dolor, aunque enfocado de lugares diferentes. ¿Por qué el dolor como tema?

ALAN PAULS -Yo en realidad no quería hablar del dolor, quería hablar más bien de los años setenta. Y se me cruzó el dolor, el llanto, la cultura del sufrimiento. El dolor como un elemento básico de una especie de pedagogía progresista. Pero mi objetivo, mi blanco, era asomarme a los años setenta porque es un objeto que siempre me interesó mucho, que siempre respeté mucho, y al que me parecía que no podía abordar hasta encontrar una vía de acceso que no fuera las vías de acceso que se usaban para meterse con este asunto desde la literatura en general.

-¿Te parecía que no eran efectivas esas vías de acceso?

A.P. –Me parecía que había una sumisión de la ficción a una cierta lógica más o menos ética de la época, y no me gustaba. No me gustaba que la ficción se tuviera que arrodillar ante ese despliegue de grandes acontecimientos. No me gustaba lo grande de los años setenta, y quería empequeñecerlos ¬–como en las películas de ciencia ficción en las que el científico usa un rayo para empequeñecer a su mujer y a su perro. Quería empequeñecerlos para poder entrarles. Intenté pensar la política en relación con la intimidad. Y me parece que encontré algo. El dolor es un componente de ese objeto. Por ahí, no sé, cuando todo empieza a estar mejor la literatura tiene por función bajonear.

DANIEL GUEBEL –La frase de Billy Wilder: “Cuando uno está bien escribe tragedias y cuando uno está mal escribe comedias”

-¿Es así Guebel?

D.G. –No, no creo (risas). Pero en relación a lo que decía Alan me parece que sí.

-Las tres novelas empiezan con escenas fuertes: una violación en Era el cielo, la discusión con la paseadora de perros en Derrumbe, y el chico atravesando el vidrio de la puerta-ventana en Historia del llanto. ¿A qué responde esa decisión?

D.G. –El comienzo de mi novela puede parecer potente. Primero, porque es un comienzo ligado al asco. La mierda de los perros que puede infectar el espacio donde transcurre el último tiempo de la vida en familia de la hija del que cuenta, que pareciera ser mi alter-ego. Y una vez planteada la mierda se habla de la separación.

SERGIO BIZZIO –Yo arranco siempre lleno de enemigos. El mercado, la idea de eficacia, los lectores que buscan historias entretenidas, sólidas, consistentes. Las dos primeras páginas de mis novelas son escritas con la intención de una bofetada. Eso por suerte después se disuelve, se disuelve ràpido, y quedo flotando en la novela, escribiendo como si no importara nada. Asì que cuando llego al final mi pregunta siempre es “¿Cómo hice para escribir esto?” Pero volviendo al comienzo… Me parece que lo verdaderamente doloroso de la escena de la violación no es la violación en si misma sino las cosas que dispara. En principio èl ve que estàn violando a su mujer y decide no intervenir. Tiene miedo de que la maten, sì, pero tambièn tiene miedo de morir él. ¿Es un cobarde, es razonable ser valiente? El dolor empieza con preguntas como èsas. Por supuesto, hay que tener en cuenta que el personaje hace apenas una semana que està de nuevo con su mujer, después de años de separaciòn.

-Tanto en Derrumbe como Era el cielo la impresión que uno tiene es que a los personajes le cuesta encontrar algún tipo de intensidad en las experiencias que atraviesan, mientras que en el niño que protagoniza Historia del llanto parece ser diferente. ¿La capacidad de encontrar intensidad en las experiencias cotidianas es algo que se pierde cuando superamos la infancia?

S.B. –Hay una intensidad del desconcierto en el personaje de mi novela. No sè quièn decìa que el secreto de la felicidad està en sentirse unido al universo sin màs conciencia de eso que un niño. Seguramente fue un chino… Mi personaje tiene 43 años y de pronto el universo estalla y no hay partícula que no lo lastime. No es el que era y lo sabe, no tiene lo que alguna vez tuvo y lo sabe, es abyecto, y encima a partir de ahora va a tener que fingir, que actuar. Todo lo que le sucede sugiere la idea de sufrimiento, de bloqueo y de opresión. Pero hay algo màs: el amor por su hijo. Ahì hay otro universo. Todo lo demàs es terrible.

D.G. -La infancia es el período de la evidencia de la intensidad vital. Creo que lo que queda como resto de la intensidad en la vida adulta es la percepción del momento excepcional de la vida: una violación, una separación. Recuerdo el efecto de intensidad en la infancia que producía el relato. El relato de alguien producía la visibilidad total. Eso no lo proporciona ni la ilusión bastarda de los best sellers, ni las películas de acción, que son como restituciones incompletas. En relación a mi novela el personaje sabe que está viviendo un momento excepcional. En el libro, narrar el momento mismo de la separación produce por precipitación los otros derrumbes. En relación a lo que ustedes preguntaron, sobre el dolor y la intensidad, en mi caso las dos ideas vinieron pegadas. Hacía años que tenía la impresión de que en las novelas que escribía el tiempo físico de la escritura duraba demasiado en relación al impulso inicial. Como en la frase de Truffaut: “Uno empieza dichosamente una película y cuando llega a la mitad quiere terminarla de cualquier manera.” Durante años para mí se impuso la idea de que para seguir escribiendo yo debía restituirme al momento inicial de concepción de ese libro. Y quería llegar al momento en el que escribiera un libro de un tirón. Cuando empiezo a escribir Derrumbe, la forma fue: voy a contar sin ninguna distancia respecto de mí mismo aquello que me está pasando. Es una página o dos y de golpe algo se desvía. Y el desvío es la trama de la ficción. El impulso sigue igual, el acto confesional sigue igual, pero también se trama con hechos ficcionales.

A.P. –Volviendo a la pregunta sobre los comienzos de las novelas, donde hay sucesos fuertes, a mí me gusta que las novelas empiecen así, con ese tipo de comienzos, porque tengo la impresión de que ahí se agota todo lo que la novela le va a dar a la peripecia, se agota la peripecia. Cuando ese chico atraviesa, vestido con un traje de Superman muy berreta, el vidrio de la puerta-ventana del living, para mí se acabó la aventura y ahí puedo empezar realmente a escribir. Para mí la intensidad empieza una vez que termina esa escena que se supone que es la intensa. Y en ese sentido para mí es lo contrario, yo diría que la intensidad no está en la infancia. La infancia para mí, o por lo menos para este libro, es más bien como una especie de yacimiento de materias primas, como materiales en bruto. Y el personaje, que no es un niño, porque en rigor dentro de la novela tiene todas las edades posibles hasta los treinta, digamos, y que incluso en una misma frase tiene seis edades diferentes, lo que hace es releer su propia experiencia todo el tiempo y atar cabos...

D.G. –Esa es una influencia de Libertella, ¿no?

A.P. -¿Por qué?

D.G. – Porque en las frases de Libertella hay peripecias sintácticas y la aventura está condensada en dos renglones.

A.P. –En ese sentido soy totalmente “siglo veinte”: la única aventura posible es la aventura de la percepción. La aventura no está más en la peripecia objetiva, en el desencadenamiento de fuerzas en un mundo. Se trata más bien de máquinas de hablar y máquinas de escuchar. Y por lo tanto me parece que lo que hace mi novela es volver sobre una serie de pequeñas escenas o de pequeños fantasmas de infancia y construir con eso una especie de biografía completamente arbitraria. Pero yo diría que todo es un efecto de relectura. Mi novela es como la biografía de un lector, alguien que a los catorce años no encuentra una experiencia más intensa que leer cómo mataron a Aramburu, por ejemplo. Es una experiencia de intensidad de lector, cómo se forma un lector, cómo se forma una especie de erotismo de lectura, y cómo ese erotismo toma como objeto la crónica guerrillera.

D.G. –El título de la nota podría ser “Los escritores descamisados”


A.P. –Para mí la escena del chico que atraviesa el vidrio podría ser el prólogo, podría ser casi el epígrafe, y la novela empezar en el momento en el que se reflexiona sobre eso. ¿Por qué no se lastimó al hacer eso? ¿Qué lo salvó? Si lo salvó identificarse con la fuerza de Superman o más bien identificarse con su debilidad. Para mí la ficción empieza ahí. Y la acción es lo que está antes. A mí cada vez me gusta más el tipo de narración que funciona musicalmente, más rítmicamente que por contenido o por desarrollo. Tengo la impresión de que no puedo leer narraciones que se desarrollen organicamente. Por lo menos no puedo escribirlas. Eso seguro. Entonces escribo como componiendo. Es algo más compositivo que narrativo, creo.

D.G. –En ese sentido mi novela se parece más a la de Alan que a la de Sergio. Porque yo tuve rápidamente la impresión de que lo que llamaríamos el nivel temático –es un libro sobre el dolor, es un libro sobre la separación y la paternidad-, y después el tema de la paternidad sigue por capítulos o fragmentos, escenas o episodios que están ligados al modus operandi del artista. Hay un nivel que no tiene que ver con la separación ni con el dolor sino con el modo en el que un artista trabaja sus materiales, el modo en el que un artista es el padre de lo nuevo, quién llegó más lejos, quién avanzó más. Yo tenía la impresión de que estaba escribiendo el libro como un músico de jazz trabaja el tema principal y las variaciones. Las variaciones se desenganchan, se constituyen en improvisaciones, y las improvisaciones vuelven al tema principal y lo cuentan de otra manera. El tema principal del libro para mí es la paternidad y el amor por la criatura.

S.B. – Mi novela habla del dolor de un hombre que se separa de su mujer y por lo tanto tambièn de su hijo, sì, y la pregunta que se hace es de què modo seguir adelante, còmo vivir de ahora en màs, pero tambièn còmo es el mundo cuando se rompe. Por eso, en cierto sentido, la novela tiene la forma de los hechos: un comienzo cerrado, que funciona casi como un cuento, un desarrollo que en realidad no es un desarrollo sino un zigzag de expansiones y compresiones, y un final que por supuesto no puedo contar (Risas).

A.P. –Yo a Derrumbe lo veo como un libro sobre la figura de artista, sobre cómo inventarse una figura de artista. Diría que la capa matrimonial o de la paternidad o familiar es más bien una metáfora de todo lo demás que es central. Incluso el personaje de la hija funciona como una especie de obra. Como “Escritor fracasado” de Roberto Arlt escrito setenta años más tarde: cómo hacer obra con el fracaso, cómo hacerse genial a partir del fracaso, la relación entre el fracaso y la genialidad.

-En Derrumbe como en Era el cielo los protagonistas están cansados de sus trabajos, de sus relaciones, incluso de la literatura. En la novela de Bizzio, el personaje escribe: “En general la vida les da a los escritores el tiempo necesario para que escriban algo bueno, unos cincuenta años, digamos, y después, lo hayan conseguido o no, los mata.”

D.G. –Habría que ver si son cincuenta años de escritura o de vida. Estábamos pensando en tiempo de vida y tiempo de escritura. Me acuerdo que en términos de banal competencia, ahora que Alan nombró a Arlt, yo pensaba a los quince años “a los dieciocho tengo que escribir una obra como la de Rimbaud”, después, a los veintiocho, tengo que escribir una obra como... Iba contando las fechas, leyendo la fecha de escritura de obras de autores vivos o muertos, entonces mi tiempo vital estaba marcado por la competencia totalmente pueril.

S.B.- Ojo que ahora viene el Rómulo Gallegos. (Risas)

-¿Siempre está presente la idea de reescribir un autor, de tener una figura a seguir?

D.G.-Digamos que es una derivación de una fantasía infantil. Me acuerdo de los viajes a Mar del Plata, que, cuando nosotros éramos chicos, eran más largo, de ocho o diez horas, y me acuerdo que miraba el camino y veía el efecto de resplandor que daban los espejismos. Como para mí era una pesadilla ese viaje, estaría bien que ahora estuvieramos en ese brillo, pero ese brillo nunca se alcanzaba. La escritura de las novelas largas, de las que me llevan tiempo, también tienen ese destello. Quisiera llegar a esa escena que imaginé al principio de la novela, y cuando llego a esa escena no me importa más nada y tal vez ni siquiera existe, esa ilusión de la zanahoria para el burro me parece muy funcional.

-¿Tenés que tener 50 años para alcanzar ese brillo, como dice el personaje de Sergio?

A.P. -Podés alcanzarlo en cinco minutos. Me parece que no hay tiempo real para llegar a lo genial.

S.B.-El comentario de mi personaje es irònico en realidad. Dice que la vida le da a los escritores la posibilidad de escribir algo bueno, digamos unos 50 años, y que una vez concluìdo ese tiempo, lo hayan conseguido o no, los mata. 50 años es el tiempo de una vida.

-Aira dice por ahí que un escritor necesita 25 años para formarse.

D.G. -Bueno, son los primeros 25.

A.P. -No sé por qué realmente. No diría eso. Me parece que la formación de un escritor no es la misma que la formación de un científico o de un intelectual. Me parece que la idea formación es una idea más de carrera, de curriculum, una cosa que sólo se obtiene a partir de una cierta ablación. Si uno piensa la invención de algo bueno, suponiendo que uno sea capaz de darse cuenta de que lo que ha hecho es bueno, y de que los demás se den cuenta, que es un problema tan importante como el de hacer lo bueno, me parece que es algo que no tiene un tiempo cuantificable

D.G. -La formación de un escritor no es idéntica a su escritura.

A.P. -Hay un factor de invención, un factor de intempestividad, algo que estaría como fuera del tiempo me atrevería a decir. Por lo pronto yo no diría que las últimas obras de un escritor son mejores que las primeras. Me parece que el devenir de una obra, de una práctica artística, no sigue una lógica biológica. Está lleno de ejemplos de grandes primeras obras en todas las artes. Gente que empieza con picos y el resto de la obra es pura decadencia. Es una lógica mucho más azarosa, de encuentro y pérdida. Alguien que no encuentra ningún camino y está chapoteando y no hace nada durante diez años y de repente sale con algo genial, con algo totalmente nuevo. Me parece que pasa así, son más amnesias, cortocircuitos, en general.

-Martin Amis dice que no lee autores jóvenes porque no saben de la vida. Piensa que no pueden hablar con propiedad de ciertas cosas ...

D.G. -Martin Amis ha empeorado mucho como escritor. Y eso que dice es totalmente banal.

S.B. -Además siempre está la posibilidad del chizpazo de genio. A mi la carrera y la idea de obra no me interesan. Yo leo en busca de cosas que me conmuevan. ¿Què importa si una novela genial es una novela ùnica o parte de una obra? No se cual es la importancia de una carrera, excepto si se piensa en tèrminos comerciales o acadèmicos.

D.G.- La importancia de la carrera del escritor es el bonus a fin de año de la carrera del editor.

-Guebel, en tu novela está presente lo que decían Sergio y Alan con respecto a la importancia de que los otros se den cuenta de que la obra de uno es buena. El personaje de la novela se angustia bastante con eso. ¿Pasa algo así cuando te pensás como escritor?

D.G. -El tema del escritor fracasado cuando lo leí en Arlt y en un cuento muy simpático de Abelardo Castillo al respecto de eso, donde tematiza una versión cínica, compadrita y masculina del escritor resentido, ahí yo vi algo en su momento. Y después me apareció, ví esa vía y pensé, hasta por motivos personales, en seguirla para hacer mi propia biblia del resentimiento, el malestar, la queja. En algún momento pensé: “Estoy escribiendo un libro para acogotar la queja como si fuera una gallina que voy a cocinar y voy a comer y va a desaparecer de mi vida”. Por supuesto es una ilusión falaz. Pero no es para nada, hasta en términos realistas, inverosímil que un sujeto, en el momento de su separación, escriba un libro que a posteriori se llama Derrumbe, piense que todo aquello sobre lo que ha construido su vida se cae, y examine su identidad personal y sus prácticas. En ese sentido es totalmente autobiográfico. Nada de lo que pongo en mi posición de escritor deja de ser parte del lado oscuro de mi posición personal. Mi queja respecto del funcionamiento de mis textos en el mercado, la utilicé como el mapa de una identidad que en el fondo –por que eso es sólo es un momento del libro- no quiere ser un mapa del escritor contemporáneo. Quise hacer un libro en donde la zona oscura no estuviera tratada delicadamente.

-Hablaste de escritor contemporáneo. En Historia del llanto se dice del personaje que no logra ser un contemporáneo. ¿Qué significa serlo?

A.P. -Estar presente en el momento en que suceden las cosas. Estar presente significa participar del suceder de las cosas y a la vez pensar en eso, hacer las dos cosas al mismo tiempo.

-Pauls han hablado de “literatura de calidad” y Guebel “de la literatura de la buena conciencia” como una suerte de peligro, y como algo que no les interesa. Al día de hoy, ¿Adonde encuentran ese tipo de literatura? ¿Y cómo la identifican?

S.B.- En todas partes. Es la literatura que aspira a la importancia y que responde a la idea de lo necesario. La literatura que me importa a mì tiene siempre algo inmaterial, algo fantasmàtico, inútil y oscilante. La literatura de calidad y la literatura de la buena conciencia tienen programa, no vacilan, aspiran a “ser”, son, y no podrìan no haber existido. Es una idea nefasta de la literatura.

A.P. -Cuando pienso en literatura de calidad, en sentido critico o despectivo, pienso en libros que básicamente se piensan con nociones administrativas. El escritor que tiene una suerte de panorama de lo que su libro debe ser y que regula lo que debe ser con criterios de compensación, de equilibrio, de economía, de gestión. Creo que estos criterios pueden incluir talento. No digo que sea una literatura excenta de talento pero soy muy sensible a ese tipo de libros en los que el concepto básico es no derrochar.

D.G. -La economía de las palabras...

A.P. -Claro, de equilibrar, dosificar. O sea que haya una trama. Es un poco la idea del libro pensado para un mundo de lectores muy segmentado: cuando querés a todos. Cuando querés a los que les gusta los libros con intriga pero también a los que buscan una plusvalía intelectual o cultral pero tambien querés a los que les gusta un poco de locura... Esa idea. Lo interesante del fenómeno es que incluye talento, una suerte de racionalidad literaria.No es el best seller ni tampoco la literatura de avanzada, o de investigación o como queramos llamarla. No se si hay libros que realicen esa fórmula pero creo que esa fórmula está presente todo el tiempo al escribir literatura hoy. Que cualquiera de nosotros puede escribir así. Cucurto puede escribir así mañana. Kundera pudo haber sido en un momento eso. Muchos anglosajones para mí, hacen eso, como Julian Barnes. Pero más que identificar libros que encarnen esa idea de literatura de manera cabal, lo que veo es que cada vez es más fácil escribir bien, como cada vez es más fácil hacer una película técnicamente irreprochable. Filmar mal puede que sea hoy una señal de talento, porque es tan difícil iluminar mal, filmar mal, que efectivamente el hacer mal, el error, la negligencia, pueden funcionar como señales de algo nuevo que está pasando en una obra o en un proyecto artístico. No sé, es un diagnóstico del estado de cosas que por ahí es muy personal. Creo que hay algo...cuando los estándares técnicos mejoran universalmente, hay un problema para cualquier práctica artística. De igual manera en que se presenta un problema para el escritor cuando se pasa del cut up de Burrroughs al cut and paste de la computadora. No es lo mismo. Borrougs pensó eso en el momento en que técnicamente era imposible. O sea que inventó una tecnología, un procedimiento. Ahora todo el mundo puede hacerlo.

-¿Esa facilidad es una herencia que ves en los escritores que te siguen?

A.P. -No necesariamente, no sé si tienen ese problema. Quizá sea un problema mío. Pero creo que ser un escritor profesional es algo que se puede aprender muy rápido. Ser un escritor profesional es mucho más fácil ahora que hace 30 años.

D.G. -Una vez leí en no sé donde que había un arquitecto que había construido un hotel que era inhabilitable por completo. Sólo se lo podÍa visitar, pero no se podía dormir ni bañarse ni nada. Y me pareció una extraordinaria deficinión de la literatura. Aquello que yo llamaría verdadera literatura, que tiene que ver con esos chispazos de genialidad, con esa rebeldía, producir mecanismos de sentido sabiamente administrados para la satisfacción de todos los lectores posibles, es la que apuesta a producir libros que pueden no ser habitados por nadie aunque recorridos por todos. Está dispuesto a quemarse. A producir libros que sean incendios en la mano. Hay una frase muy linda de Lamborghini que dice “Es difícil no gustarle a nadie”, tambien podriamos invertirla y decir, es difÍcil gustarle a alguien, depende de la perspectiva que uno ocupe. El fabricante de libros de calidad está dispuesto a pagar el precio de escribir libros insignificantes apostando a la entelequia de gustarle a todos y obtiene el beneficio de lo que cobra, con suerte. Por cada Código Da Vinci hay infinidad de autores que producen mamotretos como esos y cuyo efecto en el mercado es insignificante por efecto de saturación, de error del editor, etcétera. Los libros pensados como operaciones a veces producen derrames.

-En una conversación que mantuvo por chat con Roberto Bolaño y que salió publicada en España, Ricardo Piglia comentó: “Algunos de nosotros pensamos que quizá el siglo próximo será macedoniano” En el sentido de que “la obra no será otra cosa que el proyecto”. ¿Qué tienen que decir sobre eso?

D.G. -Es una idea que acompaña al modo de presentarse en el mundo de Duchamp, autor de moda. Yo no leí ese diálogo pero leí la transcripción que hizo Fogwill en una revista cultural que lo presentaba como una conversación de señoras cultas; el efecto malicioso de Fogwill. Cuando leí eso me lo crucé a Fogwill y le dije: “Vos no podes escribir nada si no lo hacés en contra de alguien”. Y me contesta: “¿Hay otra manera?” Me gustó esa respuesta.

A.P. -A mí me parece que es una descripción de un estado de cosas en el que estamos. Cuando Ricardo dice eso lo que está diciendo es que vamos a una especie de generalizacion del arte conceptual para todas las artes. Supongo que esa es la idea. Yo creo que en las artes plásticas eso es así ya. Lo que no quiere decir que dentro de 15 años no vuelva la pintura de caballete. Pero me parece que en la literatura es más complicado, porque la literatura y el arte conceptual todavía no se llevan muy bien. La literatura sigue teniendo algo muy arcaico que es esa linealidad, esa temporalidad básica, muy primitiva. Hay que tomarse un tiempo para leer. La literatura no es algo que se ve, todavía hay que leer. En el arte hay que ver, y a veces ni siquiera, solo hay que estar.

D.G.-Se puede leer un libro, muchos escritores lo hacemos, como un manual de procedimientos que tiene el propio artista, librándonos del relato en sí mismo.

A.P.- Sí, pero eso no quita que haya que seguir leyendo. Que haya que ser esclavo de ese orden sucecivo que hace que todo efecto conceptual fatalmente se acabe. Porque donde hay tiempo se acaba el arte conceptual. Es cierto que aparecen obras o proyectos literarios, como el de Bellatin, que tienen un carácter conceptual. Te das cuenta de que el libro es menos que el aliento del proyecto. Y está bien que sea así, no es que el libro esté mal. Sino que, por definición, lo que es importante en Bellatin, e incluso en Aira, es esa serie. No se si a Ricardo le va a gustar eso, pero yo creo que Aira es de los primeros macedonianos. Aira fue uno de los primeros escritores contemporáneos que dijo “El libro no importa. Publico 14 libros por año, qué importan los libros. Importa otra cosa, una idea, un concepto del cual esos libros son declinaciones, totalmente erráticas, azarosas, sin importancia.” Pero todos esos libros por más malos, por más descuidados que sean, remiten a algo que está más allá y que es el proyecto Aira, o el mito Aira, o lo que sea. Entonces creo que la frase de Ricardo es una descripción de algo que pasa, y un gesto muy vanguardista de decir que el futuro será el pasado.

D.G. -En ese sentido me parece que la remisión a Macedonio es la remisión a Sterne, autor del siglo XVIII, que ahí está clavado el futuro. Para mí como escritor, todo el futuro esta en el pasado. Arcanos archivos del ayer, en el Satiricón de Petronio, en el Quijote.

A.P. -Pero en esos casos es clara la idea de que hay obra: Tristram Shandy, el Satiricón. En cambio en Macedonio, realmente, ¿cuál es la obra?

D.G. -Macedonio es un padre inventado por su hijo.

A.P.- Bueno, todos. Derrumbe me parece que es un poco una ilustración de eso. Pero me parece que alguien como Piglia que relee la tradición de la literatura argentina y en vez de fijarse Borges se fija en Macedonio, lo que está diciendo es que el verdadero artista conceptual no es Borges, aunque escriba el Pierre Menard, sino Macedonio.

Sergio, en tu caso, ¿Cómo trabajás con los dos lenguajes? Hay una noción que indicaría que el guión necesita de una estructura más o menos prestablecida, con puntos de giro, curvas dramáticas. Y pareciera, por lo que se está hablando acá, que la literatuta se mueve con otros parámetros.

S.B. -Son lenguajes distintos y no siento ninguna contaminación entre uno y otro. El problema màs fuerte de un escritor de literatura que va a escribir un guiòn de cine o de televisiòn, es que la literatura suele colmarlo todo, incluìda la mirada. Un escritor es un monstruo y un guionista es un trabajador. Lo literario funciona siempre mal en cualquier guiòn. Aunque se trata de prácticas vecinas, la verdad es que hacen muy bien en mantenerse separadas.


-¿Cuál es su relación con la poesía? Bizzio escribió libros de poemas, pero ustedes dos parecen tener una relación más distante con el género.

S.B. -Sigo escribiendo poemas, y espero no dejar de hacerlo nunca. Pero la poesìa es cada vez menos el resultado de la inspiración que de la lectura, por ejemplo. Leì El Estado y èl se amaron, de Daniel Durand, que es un libro increíble, y me puse a escribir. Leì El Salmòn, de Fabiàn Casas, y me puse a escribir. Pero a veces tambièn es resultado del aburrimiento, por què no decirlo. Son cosas que anoto con un mìnimo de entusiasmo y de curiosidad y que en algún momento empiezan a apasionarme Puedo pasarme una semana entera escribiendo veinte lìneas, me vuelvo un obsesivo.

Cuando teníamos 25 años, Daniel y yo ibamos a “La Paz” y solíamos sentarnos en la misma mesa que Miguel Briante y Dipi Di Paola. Dipi y Briante eran muy amigos pero discutían todo el tiempo. Yo escuchaba en silencio y me daba cuenta de que Dipi siempre tenía razón, pero me iba pensando en lo que decía Briante. Después, en algún momento llegaba Fogwill, escuchaba 20 segundos y decía “¡Cállense borrachos de mierda!” (Risas). Ahí estaban el crítico, el poeta y el narrador.

D.G. -Mi relación con la poesía es nula. No voy a buscar poesía. La que leo en los diarios no me dice nada. Pero de golpe me encuentro con algo que me conmueve, pero no soy lector de poesía.

- Alan, hace un tiempo hiciste una suerte de diagnóstico diciendo que había mucha poesía pululando en Buenos Aires…

A.P. –Sí, me producen mucha envidia (risas). Por lo menos en ese momento en que estaba percibiendo eso, la vida, la manera de reunirse de los poetas, la facilidad con que los poetas tienen un duo de rock, y hacen una muestra de pintura no se donde, y al día siguiente están haciendo performance. Tienen una flexibilidad, una versatilidad que me da mucha envidia. Cuando leí la primera novela de Sergio lo que me asombró era la impunidad con la que el tipo había desembarcado en la prosa, y me daban ganas de decirle “¡Che pará, tenés que estudiar un poco antes!” (risas). Y pensé “Me equivoqué por completo. Primero hay que ser poeta y después escribir.” Me pareció que era un tipo de narración totalmente nueva, de una frescura increíble. En la narración hay algo así como una amenaza de gravedad. En la poesía no. Y lo que me gusta mucho de la poesía es que es un mundo que no tiene relación con el mercado. Para mí, en un sentido, es como una utopía. Para los poetas el mercado ni siquiera es una variable a tener en cuenta. Es como una actividad medieval: pre-pre-pre-pre-precapitalista. La narrativa es una práctica que muy rápidamente hace sentido, tiene una forma, se presenta ante el mundo de una manera legible, razonable, intercambiable. En cambio veía este movimiento atómico de miles de poetas, más poetas que lectores, y me parecía un mundo utópico: flujos y flujos de escritura para nadie, para alguien, para dos, para mañana, para dentro de cien años, para ayer, para la novia. Dicho lo cual: no leo mucha poesía. Pero tengo una relación con la poesía que a mí me interesa: cada tanto alguien me encaja un libro de poesía que me gusta mucho. Estoy bien asesorado. Tengo amigos que cada tanto me dicen “Leéte esto”, y me tiran catorce páginas encuadernaditas sobre la mesa y me sorprenden. Me pasó eso con el libro de Sergio Raimondi.

-Hay una frase de Aira, ya que lo mencionaste como el primer macedoniano, que dice: “La literatura tiene que ver con la deconstrucción del conocimiento.”

A.P. -Qué raro que haya usado la palabra “deconstrucción”. Estoy de acuerdo. Me parece que la literatura no tiene mucho que ver con el saber, en el sentido de “aumento” del conocimiento. Más bien es como una especie de centrifugado de saberes, pero la literatura en sí no es un saber. Se alimenta de saberes pero no es un saber.

D.G.–Coincido. Dijiste la palabra “deconstrucción” y me acordé de una experiencia en la década del noventa. Voy a comer a un restorán, de postre pido un flan, y me traen algo completamente derrumbado. Entonces le digo al mozo: “Flaco, se te desarmó todo el flan.” Y me contesta: “No, es un flan deconstruído.” Y también de otra experiencia –más difícil para mí aún. Una vez –por única vez- me invitaron a la facultad de Filosofía y Letras...

A.P. –No te sorianicés. (Risas)

D.G. –El que me llama para invitarme me dice: “Vas a hablar sobre la construcción en tu literatura.” Y cuando llego empiezo diciendo: “En relación a la construcción en mi literatura...” Y la persona que me había invitado me codea y me dice: “No, deconstrucción.” Entonces dije: “Bueno, hagan preguntas” (risas). Pero pensando en la relación entre literatura y saber, coincido con lo que decía Alan. Tengo la impresión de que lo que podríamos llamar “buena literatura” entra al campo de la cultura como un saqueador salvaje. Cuando comeno la idea de escribir un libro que se queme en la intensidad de la concepción, lo pensaba en relación a una novela que estoy escribiendo hace varios años, y en la que estoy trabajando todo el tiempo sobre aquello que ignoro: la historia de Europa en los tres últimos siglos y los secretos de la composición musical. Trabajo por primera vez de manera distinta porque entro a Internet y saco cosas, voy plagiando, reconstruyendo, saqueando salvajemente. Eso debería ser la literatura también. Pararse frente a una cuestión sobre la que no tiene ninguna idoneidad y lo único que tiene que hacer es ingresar. Si uno sabe, ahí se acabó todo. Nabokov –un escritor al que admiro mucho- decía que sus personajes no se le escapan de las manos, “Son galeotes que reman en mi galera.” Cuando leía eso pensé “Pobre de él”. A Cervantes claramente se le escapó el Quijote.

S.B. –Uno tiene que aprenderlo todo de nuevo cada vez que se sienta a escribir. Y esa es otra diferencia con un guión. En lìneas generales, un guiòn es un arco que hay que completar.

-Los comentarios alrededor de la obra de ustedes estuvo cercado en un momentos por los equívocos alrededor de la literatura política...

A.P. –Para mí la relación entre literatura y política en la literatura argentina estaba marcada por dos casos básicos que eran el caso Lamborghini y el caso Rodolfo Walsh. Eran casos que clausuraban, para mí, toda otra posible relación entre literatura y política. Me parecía que después de Lamborghini y después de Walsh, que son dos opciones muy diferentes, pero a la vez cada una muy radical, era muy difícil pensar de qué otro modo se podían articular tan en pie de igualdad la literatura y la política. Lo que me parecía extraordinario de esos dos casos es que en ambos literatura y política están en pie de igualdad. En ningún momento la literatura se somete al despotismo de la política, ni en ningún momento la política es usada por la literatura. Me parecía que lograr eso era muy difícil. Tal vez lo que pasó es que tanto Lamborghini como Walsh estaban relacionados a un tipo de política muy ligada a la violencia. Y tal vez ese tipo de política en la Argentina se acabó, se extinguió o está en estado de latencia. No es el tipo de política con el que estamos familiarizados ahora.

S.B. –Lamborghini contaba que una vez, en los años 70, había varios escritores en la redacción de no me acuerdo qué revista, que estaban haciéndole un paro a la empresa, y se subían a la mesa de a uno por vez, uno màs pesado que el otro, y decían: “¡Hay que quemar todo!”, y otro decía: “¡No, hay que poner una granada!” Y así. Hasta que de golpe uno dice: “¡Chicos, chicos, nieva!.” Y se fueron todos corriendo a la ventana a mirar la nieve, con las caritas pegadas al vidrio.

A.P. –A mí, creo, siempre se me consideró un escritor que le daba la espalda a la política, al que no le interesaba la política, o que era antipolítico. Me parece que en cierto sentido no estaba mal, no me parece un equívoco. Había una lectura correcta. Lo que sí me parece apresurado es pensar que no me interesa la política. Reivindico el derecho a llegar muy tarde a la política. Eso diría de mi trabajo literario.

-¿Muy tarde?

A.P. –Bueno, a los cuarenta y ocho. Y lo pienso en el sentido de tomar el toro por las astas. No decir ya: “Bueno, la política se va a meter por algún lado.” Porque yo sé que no soy una persona apolítica. Ahora dije “Voy a meterme con esto”, pero lo dije porque había encontrado algo antes, que es la idea de la política y la intimidad. Que es algo que ya me empezó a interesar como lector, como crítico y ensayista, en Lamborghini. Empecé a pensar que El Fiord, que es un texto para mí ejemplar en esa línea de articulación entre literatura y política, lo empecé a pensar como uno de los primeros textos que plantean la política como totalmente íntimo: la política está en el parto, está en el sexo, está adentro del cuarto. No hay ningún texto político de la literatura argentina que sea más íntimo que El Fiord. Y al mismo tiempo empecé a ler El beso de la mujer araña como un gran texto sobre la intimidad de la política. Esos dos tipos que están encerrados en esa cárcel lo único que hacen es como inventar una especie de intimidad política. Todo lo que pasa entre ellos en esa celda es político y es íntimo al mismo tiempo. Cuando se me empezó a definir ese problema pensé que si me metía a pensar ese tema en términos de ficción tal vez podía llegar a la política como a mí me gustaría llegar, que es, justamente, con ese pie de igualdad entre política y literatura. Que lo que yo escriba sobre eso diga algo tan atractivo sobre la política como sobre la literatura.

D.G. –Pero llegaste tarde a esa percepción. El otro día, revisando papeles viejos, encontré el texto que leí en la presentación de tu novela El coloquio, escrito como si yo posara de intelectual, incluso me resultaba difícil de leer, y ahí yo leía tu novela como un libro que reorganiza la política en otro campo, decía que los signos de la política en los textos de nuestra generación no se veían simplemente porque se buscaba la política en otro lado: en la denuncia, en la contabilización de cadáveres, etcétera. Se pretendía leer la política en la literatura como se leía en la prensa. Tal vez leía espuriamente en la novela de Alan aquello que yo quería hacer con la política en mis textos. Personalmente tengo la impresión de que la política como forma siempre operó en mis textos.

A.P. –Bueno, ese libro es del ochenta y ocho. Un momento en el que estaba en discusión justamente qué era la política. Porque mientras unos decían la política es la política parlamentaria, el alfonsinismo; otros decían que la política era las relaciones de fuerza, las relaciones de poder... Pero lo que a mí me resulta interesante de Historia del llanto es que yo elijo lo más pop de lo más pop de lo más pop de los años setenta, que es el asesinato de Aramburu. Eso me gusta: agarrar un objeto completamente pop y ver qué se puede hacer con eso. En el caso de El coloquio, leído por la benevolencia de Daniel, la política era más bien como las relaciones entre el lenguaje y los cuerpos. Era una política muy lamborghiniana. Ahora yo creo que es diferente. Me interesa enfrentarme con ciertos objetos de los setenta que son los objetos de nuestra repulsión y también de nuestro frenesí. Y es para mí el drama del progresismo. El progresismo es lo más repulsivo y es lo que yo soy. Soy un asqueroso progresista. Hay un componente de náusea en esa pedagogía progresista. Es ambivalente. Todo tiene doble sentido en esa educación, en esa cultura. El libro es “un testimonio”, el género del libro es el testimonial. Porque creo que si te metés con la política en los setenta te tenés que meter con el género. Quién habla. Quién está autorizado para hablar. Lo que el libro reivindica es el testimonio del que no estuvo ahí, del que no fue contemporáneo, del que no vio ni hizo nada, del que no estuvo ligado a nada, del que leyó. Quiero acabar con la primera persona, con el “yo estuve ahí”, “yo lo viví”. Todas las extorsiones de los años setenta: el que no estuvo no puede hablar, el que no la vivió no sabe cómo fue. Me parece que ése es un problema político importante hoy en la Argentina.

-Hablabas en términos de “mi generación”. ¿Qué falencias tiene esa categoría?

A.P. -Para mí el déficit obvio es que es una categoría que se apoya en una suerte de fatalidad biológica que no define una generación. Si puedo reconocer a Sergio y a Daniel como parte de mi generación es porque con ellos y Caparrós, Chefjec o Chitarroni hay algunas cosas muy puntuales que nos reunieron a lo largo de 20 o 30 años. Revistas, proyectos de revistas o grupos o sinopsis de grupos o flirteos con grupos, de lo más frívolo a lo más perdurable, del grupo Shangai hasta Babel. Esas cosas son las únicas que justifican que digan “ustedes son una generación o un grupo”. No es que por estar cerca de los 50 nos convertimos en una generación. Prefiero usar más bien la expresión mis contemporáneos, en el sentido en que estuvimos al mismo tiempo en el mismo lugar varias veces ni siquiera con continuidad, a lo largo de 30 años.Y en esas cosas puntuales que nos unieron, hubo una serie de acuerdos más o menos serios que siempre tenían una intensidad. Aunque más no fuera estar reunidos cinco horas en una casa redactando un manifiesto que nunca iba a ver la luz. No tuve eso a lo largo de mi vida con otras personas.

S.B. -A mí me parece que cuando nos conocimos y empezamos a publicar, más que perfilarnos como una generación nos estábamos perfilando como una secta. Y que la principal característica de esa secta era la vanidad. Pero no es una crìtica, es nada màs que una descripción: a los 25 años, la vanidad es una fuente de satisfacción como cualquier otra. Shangai era eso.

D.G. -Bueno, había enemigos a veces precisables y otras inubicables y creo que lo que nos marcaba era la idea del efecto del estilo y no del sentido.

A.P. -Hoy cuando venía pensaba que había como una fe en la literatura.

D.G. -Sí, completamente.

A.P. -No nos importaba nada o nos considerábamos con derecho a no tener fé en nada que no fuera la literatura. Era una rara fé, totalmente pagana, pero digo, en el momento de barrer de la mesa todo aquello por lo que no íbamos a apostar, puestos entre la espada y la pared, lo único que siempre quedaba era la literatura, escribir, la poesía, el ensayo, el lenguaje. Veo eso como algo muy marcado.

D.G. -No había como en otros sectores de la literatura argentina la idea de que la escritura está ligada a la utilización del texto, a conseguir algo con eso. Hay algo que en la literatura me parece...

A.P. -Como una idea antieficaz. La eficacia era el enemigo, como la satisfacción, cosas ligadas a la literatura de calidad.

S.B. La idea de lo eficaz es repugnante.

A.P. ¿Pero por qué la bestia negra era la eficacia? Porque lo que nos gustaba era chapotear. Tener una especie de chiquerito. En ese sentido digo fé pagana, ni siquiera era la literatura con mayúscula, sino algo más material, como hacer juegos de palabras. Y me parece que eso es algo común, en obras tan diversas como las que tenemos creo. Incluso con actitudes que tenemos frente a cuestiones literarias que deben ser muy diferentes. Hay algo que se comparto ahí, con ellos y no con otros. Con otros siento que tendría que explicar todo de nuevo. Cuando me encuentro con ellos, a pesar de que no nos vemos muy seguido, hay algo ahí que fluye de un modo milagroso.

-Entonces, después de tanto tiempo, ¿qué pasa con Babel? En distintas entrevistas a Guebel y Pauls se percibe casi un arrepentimiento, un deseo de querer despegarse de la idea de pertenecer.

A.P. -No, a mí me enorgullece. Desde hace un tiempo empecé a pensar, justamente en esos pequeños acontecimientos que protagonizamos más o menos grupalmente y me enorgullezco de la mayoría. Me parece bien Babel, estaba bien que fuéramos arrogantes, soberbios, que nos burláramos, que patearamos puertas. Si no hubiéramos hecho eso hubiéramos sido unos infelices. ¿Qué hubieramos hecho si no?

D.G. –Escribir.

A.P. -Pero si escribíamos igual. Nadie dejó deescribir por hacer eso, al contrario.

D.G. –Yo no siento que Babel haya sido nuestra Iscra.

A.P. -¿Qué es una Iscra?

D.G. -Era la chispa, el órgano de los bolcheviques. Porque si nosotros éramos una vanguardia, eramos una vanguardia antileninista porque no había poder que tomar y personalmente no sentía que Babel me representara, en principio porque era una revista de crítica de libros.

A.P. -Pero sí que había poder que tomar. En todo caso lo que a mí me resulta interesante de la experiencia de Babel era que no queríamos el poder, que no nos gustaba el poder. Hoy reconozco eso como marca de generación, tenemos problemas serios con el poder, una relación completamente histérica. Algo que me parece interesante también y de lo que no reniego.

D.G. -¿Pero cuál hubiera sido el poder?

A.P.- En ese momento había una pequeña batalla. Había una batalla editorial, Planeta, Babel, por más insignificante que eso sea. Pero no es más insignifcante que la batalla entre la revista Los libros y las revistas populistas de fines de los años 60.

S.B. -Me parece que querìamos el poder como cualquiera, pero que lo que no queríamos era tomarlo

A.P. -Por eso.

D.G.- Pero Los libros era una revista de intervención cultural. Babel era una revista de crítica de libros escrita por jóvenes estudiantes universitarios, de primer y segundo año, no nosotros que éramos parte de nada en el fondo, porque la revista la dirigían Dorio y Caparrós y el Secretario de Redacción era Saavedra. Era una revista que reemplazaba la existencia de suplementos culturales en la época.

A.P.-Bueno, no es poco.

D.G. -No era una revista literaria.

A.P. -Era una revista de cultura, que pensaba que había una batalla para dar. En ese sentido, también estaba a tono con la despolitización de la sociedad o con la reducción de la esfera política a la política y de la cultura a la esfera de la cultura. Eso es un poco lo que pasó en los 80.

D.G.- Y la intervención que genera es la aparición de un par, que sí tenían poder. Es decir, que estaban ubicados en sitios visibles de la industria cultural que usaron Babel como el faro de lo excecrable, para decir “nosotros somos los autores que escribimos para los lectores, que apostamos al mercado”...

A.P. - ...“que contamos historias”.

D.G. -Y que decían “ellos no, ellos van a terminar en la universidad” y “nosotros estamos en la vía de Soriano”. Menciono a Soriano porque condensaba esa ilusión, los límites de esa estética, temerosa de perder segmentos de mercado.

-¿Ven alguna descendencia de Babel o algún grupo que les recuerde algo de lo que ustedes hacían?
A.P. -Veo algo en cierto espíritu blogger. Como una falta de escrúpulos para intervenir en un campo para el cual hacen falta muchos títulos para poder intervenir. Veo una cosa como “¿por qué voy a tener que esperar para decir que Tomás Eloy Martínez no tiene autoridad para decir que es buena o mala literatura; por qué Saer es malo y tal otro es bueno?”. Me parece que hay algo de eso, de gesto medio punk que está bien que reconozco en algunos blogs. Pero después no se...tampoco diría que son herederos. Más bien son resonancias.

-Tienen una relación bastante distante con respecto a internet como instancia de publicación y de escritura. A diferencia de otros escritores no tienen blog. ¿a qué se debe?

D.G. -Derrumbe es mi novela blog.

-¿Por qué?

D.G. -Por el efecto de inmediatez.

A.P. –Yo creo que si tuviera blog no escribiría más literatura.

S.B. -Ocupa mucho tiempo, no tiene sentido. Chejfec tiene un blog y publica lo que está escribiendo, eso es distinto. No es un blog de intervención o de opinión. Publica sus cosas, sus propios textos.

A.P. Eso no está mal.

D.G.-Yo intervine tres días en los blogs y me pareció un efecto de insignificancia y estupidez completa, que uno se puede pasar la vida pelotudeando ahí.

-¿Pero no sucede como con otras cosas, como con los libros, que los hay buenos y malos?

S.B.-Sí, puede ser.

D.G. -Tampoco conozco mucho

A.P. -Yo leo blogs geniales y también mucha basura, pero no desdeñaría el soporte o el registro. Pero no veo por qué lo que escribo tiene que estar exponiéndose, a mí me gusta la mediatez de la literatura.

D.G. -El tipo que genera un blog y que todos los días tiene que añadir algo es como un periodista para trabaja gratis. Lo que hace es trabajar para su firma y se está encadenando a una periodicidad, por la idea de y la intervención y de tener presencia en un circuito. Lo que no quiere decir que de golpe el efecto mismo de escritura no produzca buenas obras. Pero me parece que en términos de la regulación de la energía propia de gente de mediana edad seguramente nosotros preferimos escribir nuestros textos y después decidir colgarlos o no en la web. En una época me dije por qué no pongo todos mis libros en internet y dejo de publicar en editoriales y me abstengo de ir a una editorial, ver la fecha, la tapa, ver las embecilidades o genialidades que dicen de lo que publico, esperarlo, si a mí lo que me importa es el acto mismo de la escritura y todo lo demás es el peso muerto de las consecuencias. Pensé en hacerlo, sin saber técnicamente cómo y le pregunté a alguien y me dijo “no lo hagas”.

-¿Por qué?

D.G. -No sé, la interjección funcionó.

-¿Ninguno colgaría sus textos gratis en internet?

A.P. -Yo creo que no.

S.B. -¿Las editoriales publican novelas que ya están en internet?

-Sí, no es incompatible una cosa con otra necesariamente.

D.G. -Yo encontré el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo de Sade en internet, lo bajé, lo leí de ahí y después encontré el libro y lo compré también.

A.P. ¿Por que uno querría colgar una novela en internet?

-Por varias razones, una podría ser para llegar a otros lectores...

A.P. -Creo que en realidad la única razon para colgar una novela en internet es que querés charlar con la gente, que querés devolución, a mí la verdad eso no me interesa, no me importa hacer contacto continuo con las personas, prefiero que no se sepa de mí y que de repente se sepa cuando saco un libro, tener contacto ahí con dos personas, pero me parece que el único sentido de hacer eso es la dinámica del intercambio, esa especie de utopía pormiscua como del sexo seguro. Entiendo que esa sería una verdadera razón. Por ejemplo, entro a los blogs y no leo los coments. Y a la vez me parece que ese tipo de comunicación es la base del blog. Yo no soy sensible a eso.

-Pero liberar los textos no tiene que ver necesariamente con el feedback.

A.P. -Si fuera a formar parte un grupo anarquista que decidiera eso quizá lo pensaría, si fuera una cuestión comunitaria, la decisión de diez escritores por ejemplo.

D.G. -Lo más parecido que hicimos eso alguna vez fue una novela comunitaria que creo que llegó hasta el tercer capítulo.

A.P. -Colguemosla en internet (risas). Total en internet circula cualquier porquería

-¿Leen autores jóvenes?

D.G. -¡Basta de la joven guardia!

A.P. -Sí, yo leo algunos. No estoy sediento de actualidad pero leo. Fui jurado en dos concursos ahora, uno con tope de edad.

S.B. -Yo sí, pero màs que nada por recomendaciones. A veces incluso me los recomiendo yo mismo.

D.G. - Yo veo mucho entusiasmo y un poquito de alevosía. Es difícil pensar bien respecto de las generaciones que tienen menos de veinte años que uno. Me acuerdo cuando yo era joven la dificultad que tenía Miguel Briante para leer a nuestra generación, el tono despectivo y campechano a la vez de pasar de lado porque esas escrituras le incomodaban. Tengo poca paciencia pero tengo la impresión de que las escrituras que leo ahora están marcadas por una canchereada puiguiana y todavía no encuentro, salvo en el caso de Oliverio Cohelo, apuestas radicales. Pero me parece que dicho esto puede ser perfectamente otro caso de incomprensión. Creo que tal vez uno no puede leer bien a los que lo continúan. Veinte años es mucho. Con una diferencia de diez años quizá hay más elementos culturales compartidos, como con Becerra, Tabarovsky o Kohan incluso. Aunque Kohan toma la posta de una generación anterior, al menos por el momento.

A.P.- El intento básico es tratar de no traducir lo desconocido a lo conocido.

"Perdón, pero estaba pensando en hacer algo más íntimo"

Otra historia: cuando nos echaron de esa fiesta de cumpleaños después de la presentación del libro tamarisco.
La dueña de casa a mi amiga:
-Les voy a pedir a vos y a tus amigos que se vayan de mi casa. Son demasiada gente. Nunca debiste haberlos invitado"

Mi amiga a nosotros:

-Chicos, nos tenemos que ir. La dueña nos está echando.
-Qué mala onda, che. Presentamos un libro.
-Sí, loco, presentaron un libro.
-Qué mala onda la mina, si recién llegamos y nos estábamos portando bien.
-Qué mal. No voy a venir nunca más.
-Pero no estábamos invitados.
-Igual, eso no se hace. No voy a venir más
-Yo tampoco, tenés razón.
-Todo mal con esta piba...
-No le den bola. Además, presentaron un...

Y así hasta subir al taxi.

mantra de ingreso al finde

"Si no actualiza el mail actualiza el blog o el New York Times Book Review"

biernes vrushing

*Al lado del edificio de los restos del muro de Berlín han abierto una peluquería. Salon de peinados.



*Reducir un texto de 60. 000 caracteres (¿dos horas y media de charla aprox?) a miserables 12.000 no es una operación quirúrjica, es tarea de leñadores. Así es este empleo que nos convoca pero bajo techo con luz fluorescente y sonido de bombos que sube por ventanas que no dejan entrar verdadera luz. (dicen por chat que hay sol, que estamos en primavera)

*La frase"-no hay mayor confianza, no existe mayor amparo que el que te brinda tu peluquero de toda la vida; iluminación o reflejos, la elección tiene que ver con un estado emocional y él lo sabe, sólo él-" no es de blog minita, forma parte de un "texto literario". Me encantan las excusas pueriles cuando las invento yo.

*Me gustaría bajar a hacerme un brushing para ponerle onda a la reunión de sumario y leer gustosa la cosmogolitan de esta semana. Me gustaría, si es por desear, mandar mi sumario por mail desde otro lugar que no sea éste, de ser posible, a la mismísima Cosmogolitan.

*Algo me redime: esta semana me compré dos libros lindos:





no tan rara/Carson Mc Cullers (1917-1967)

mi edición de la nota de tapa que escribí para el Suplemento de Cultura de Perfil, - octubre de 2007- sobre la bella Carson Mc Cullers.






“Yo tengo más que decir que Hemingway, y Dios sabe que lo he dicho mejor que Faulkner”, dijo alguna vez Carson McCullers. La declaración puede leerse de varias formas; incluso provocar el sabor de leve indignación, como cuando John Lenon dijo que los Beatles eran más populares que Jesucristo. Pero es difícil que eso ocurra si se conoce un poco la obra de la escritora. Y, por qué negarlo, la declaración funciona como una síntesis interesante, una pequeña clave de lectura.
Si es válido hablar de una carrera literaria, si hay parámetros que miden el éxito artístico, si hay modos de cuantificar el peso de una obra y de una figura en una época, podemos afirmar que la autora dio puntillosos prolijos pasos en un camino de ascenso en el escenario de la narrativa norteamericana. Asistencia a prestigiosos cursos de escritura creativa en la Universidad de Columbia y la de Nueva York; publicación precoz (“niña prodigio”) de su primera novela (El corazón es un cazador solitario, a los 24 años); una más que cálida recepción de las grandes instituciones de “crítica y público”; invitación a la prestigiosa residencia de Yadoo (en donde estuvo también Truman Capote) para que se instalara a escribir allí; publicación de sus relatos por buenas sumas de dinero en revistas como Harper’s Bazaar, The Esquire y The New Yorker (como Dorothy Parker o John Cheever). Además, recibir la Beca Guggenheim más de una vez; obtener el reconocimiento de la Academia de Letras norteamericana; estrenar en Broadway una obra de teatro exitosa y otra que no (su amigo Tennessee Williams, narrador impersonal pero talentoso dramaturgo, trabajó con la autora en la adaptación de la novela Frankie y la boda, en 1950). McCullers también vivió en la legendaria colonia artística Brownstone, en Brooklyn Heights, junto a artistas como el inglés W.H. Auden. Y, como verdaderas celebridades llegó a recibir visitas célebres, dignas de secciones de “vidriera” cultural (Gala y Dalí toman el té con Carson, sería un posible epígrafe).
Más tarde, como corresponde, pasó una temporada en Europa. Tuvo, incluso, de esos enemigos literarios que sirven para dar mayor entidad al supuesto “atacado”. Arthur Miller dijo de ella: “Emocionante, sí. Pero una autora menor”.
A la atractiva vidriera literaria, se suma una vida privada que se supone inquietante. Al factor reglado del “éxito”, siempre válido para generar la curiosidad del lego, se suma el sobrevalorado “mito de autor”. La biografía de McCullers incluye un matrimonio conflictivo –Reeves McCullers quería ser escritor y no pudo; se casó con Carson, se divorció y volvió a casarse con ella años más tarde. Terminó suicidándose en París–, una sexualidad ambigua (“bisexual” y “feminista”, suele decirse, aunque el último término resulte también ambiguo al día de hoy); un intento de suicidio e internación en neuropsiquiátrico; enfermedades que le valieron la creación de gran parte de su obra postrada y más tarde una parálisis parcial y luego la muerte, de un ataque al corazón, a los 50 años.

Pero la idea de “carrera literaria exitosa” tiene a veces que ver con cierta justicia y reconocimiento y otras tantas, con política y roce. A cuarenta años de su muerte (efeméride como excusa periodística que en casos como este vale la pena) los premios del pasado poco ayudan a la lectura actual. La cuestión del mito puede servir al placer voyeurista de rescatar, con pasión de biógrafo amateur –o elegante chismografía– anécdotas específicas. Pero la reciente publicación de Aliento del cielo después de la prolongada ausencia de la obra de McCullers en las librerías argentinas, puede servir también de arbitraria motivación para volver a leer, si acaso es posible, como si todo el resto no importara. El libro incluye todos sus relatos –incluso ejercicios de estilo y cuentos que fueron rechazados para su publicación– y las novelas breves Frankie y la boda, La balada del café triste y Reflejos en un ojo dorado (una pena la exclusión de su primera novela).

El sur mítico. “Tendremos una última palabra sobre el Sur. Sobre el sofocante Sur. El perdido Sur. El Sur esclavo”, dice Jake Blount, un personaje de El corazón es un cazador solitario.
Seguiremos con los equívocos. Suele afirmarse que las historias de McCullers son las de aquella zona “olvidada” de los Estados Unidos. Algo cierto, pero insuficiente. Porque en cualquier caso, la cuestión geográfica podría aplicarse también a sus contemporáneos, escritores tan opuestos como William Faulkner, Truman Capote, e incluso, Tennessee Williams. Sin embargo, varios estudios marxistas (una lista que omitiremos por puro capricho, como es la cuestión del “espacio”) aprovechan la cuestión para enfatizar en la supuesta intención de la autora –más que en los otros– de denunciar la explotación del Sur por parte del Norte (de hecho, en su última novela, Reloj sin manecillas, se problematiza, sobre todo, el resentimiento racial). Pero aquellos abordajes implican, por lo general, límites demasiado precisos; la intencionalidad previa del crítico irrumpe para quedarse con un solo componente y el texto permanece cercado por la noción de una utilidad moralizante. “El enfrentamiento con lo mítico es la gran tarea de los grandes escritores”, decía Thomas Mann. Desde esa perspectiva sí podemos conceder que el imaginario que McCullers crea a partir del Sur tiene un peso particular. Y a la luz de su –nada ingenua– declaración inicial, podemos reacomodarla en esa tradición para movernos de allí una vez más. Si el Sur es escenografía y tema, la dimensión mítica –no el lenguaje ni el punto de vista, ni la postura hacia los personajes– es lo que la acerca levemente, en novelas como La balada del café triste, a la construcción de una atmósfera con aires “faulknerianos”. La comparación habitual, entonces, con el menos sensible y técnicamente diestro Capote es también desajustada.

Soledad social. El énfasis de las historias de McCullers sobrepasa la carga simbólica colectiva para descubrir subjetividades que se tejen tanto en comunidad como en soledad. En El transeúnte, leemos: “Su propia vida le parecía tan solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del naufragio de los años”. El protagonista, sólo de visita en Nueva York, va a ver a su ex esposa, casada y con un hijo, el mecanismo más inevitable para hacer un balance personal. El reencuentro resulta tan inexplicable –Ferris no termina de racionalizar los motivos por los que la llamó– como movilizador. Lejos del cinismo –un sello de la autora–, el encuentro opera como proyección de lo que Ferris no logró, pero que quizá pueda lograr –no terminamos de saberlo–, aunque el impacto sea tan fuerte que lo impulse a mentir para encajar en aquella felicidad ajena.

McCullers no es tan “rara” como suele decirse. Al menos si abandonamos, como dijimos, las cuestiones biográficas. Elige para la mayoría de sus relatos una estructura clásica y una tercera persona que casi siempre se inclina hacia el punto de vista de un personaje. Los finales suelen funcionar más como una posibilidad que como un estallido; un estado de cosas en un momento preciso, una variación interna en los personajes o un cambio de atmósfera. Pero es en el desborde cuidado, en el exceso eventual, donde se produce la verdadera fascinación; la provocación intensa, la rabia o la pena indefinida, la propuesta de caminar por un borde desalineado, rugoso, junto a los personajes. (El leitmotiv parece ser la nostalgia; el lugar, la soledad, pero en la sensible y ambigua distancia que pone la narradora se ve la diferencia, la genialidad).

El cuento Wunderkin es una muestra de cómo resulta más interesante la turbulencia del fracaso prematuro que la victoria del talento precoz. Como en otros textos, McCullers captura momentos de breves quiebres emocionales, de inestabilidad pesada y pequeña, el roce áspero entre la lógica y la arbitrariedad que guía a veces una decisión, que expone una verdad: “Pero aquella mañana su padre le había puesto un huevo frito en el plato, y sabía que, si se rompía y el amarillo viscoso se escurría sobre el blanco, lloraría”.

El narrador que observa con distancia a veces se acerca, otras se inmiscuye hasta invadir, interrumpe y muestra su dominio sin tender trampas. En La balada del café triste, acaso su mejor novela, la narración se anticipa, vuelve hacia atrás y sugiere al lector recordar a determinado personaje “porque va a reaparecer”, entre otras intervenciones en segunda persona, para luego retomar la historia progresiva. Recorridos en los que se complejiza con sencillez (melodías superpuestas, ningún oxímoron) y nada se resuelve del todo, se entiende algo y otro poco se escapa, opacidad y luz.

En Un árbol. Una roca. Una nube, un personaje que toma cerveza en un bar, de madrugada, expone de manera explícita –gran riesgo– una teoría del amor –que no conviene sintetizar en esta nota– a un niño que vende diarios. Aunque a veces con matices menos evidentes, la obra de McCullers está atravesada por el amor. Amor de pareja, pero también, por ejemplo, el que existe en la fraternidad entre mucamo y patrona o entre hombres no preparados para asumir su homosexualidad, como sucede en la novela breve Reflejos en un ojo dorado. Y entre discípulo y maestro, en Wunderkin, y entre seres distintos e inadaptados, un poco perdedores, que viven en relaciones no estereotipadas, como vemos en Madame Zilensky y el rey de Finlandia.
En algunas de sus piezas breves, construidas en una sola escena, como Un árbol…o El jockey, la perfección de la manufactura muestra una simultaneidad casi cinematográfica; en todos los rincones pasa algo; el lugar se muestra completo y en movimiento. Pero resulta extraño, más bien paradójico, cómo a veces esa meticulosidad técnica puede llegar a distraernos; a llamar demasiado la atención.

Quasimodos reconocibles. ¿Y los freaks a los que siempre se hace referencia al nombrar la obra de McCullers? El jockey es una suerte de pequeño Gremlin herido y solitario cuando “todos estaban acompañados; no había nadie solo aquella noche”. En La balada del café triste, el jorobado, que al principio causará cierta lástima, termina siendo un personaje mezquino. Y la brava y amenzante Miss Amelia, enorme, ermitaña, desproporcionada, revela una compleja ternura. La mirada de McCullers es tan desprejuiciada que logra lo más difícil: trabajar sobre los propios prejuicios del lector y crear monstruos multiformes, insospechados.
El hallazgo más original de la escritora resulta del tratamiento de esos personajes “casi débiles mentales”, como califica literalmente a “la señora” en Reflejos… O cuando lo deja entrever tantas otras veces. En la misma novela, el Capitán ha estudiado muchas cosas pero no es capaz de “relacionar un dato con otro”. También Amelia y el jorobado Primo Lymmon tienen una capacidad intelectual limitada. Aun eligiendo la tercera persona, no hay en esos relatos nada de miserabilismo, ni pena, ni condena. ¿Cuántos escritores logran hablar de personajes así sin caer en la piedad “correcta” o en una altura casi discriminatoria? Me viene a la mente el personaje de Más que Humano, de Teodor Sturgeon, pero sus capacidades especiales no tienen contacto con los “comunes” personajes de Mc Cullers.
Quasimodos encubiertos. Profundas crueldades, tan reconocibles como usuales. Cuando deja de lado los mundos dentro de este mundo, las extrañas utopías míticas, crea historias feroces, íntimas y urbanas a la vez. Dilema doméstico, El instante de la hora siguiente o la más radical ¿Quién ha visto el viento? profundizan la clave de lo doméstico, que incluye temor, autodestrucción, paradojas del amor y la familia –una vez más, sin la ironía reconocible en gran parte de la literatura de su contemporánea Dorothy Parker.
En aquellas historias una esposa alcohólica puede lastimar, sin querer, a uno de sus hijos y un marido puede pasar del odio a la veneración con fluidez. Y otra vez la fascinación cuando esos narradores se introducen en las percepciones de los personajes, en donde el otro es enemigo y adorado, deseado y repelido a la vez; cuando la sensibilidad no puede terminar de comprender los indicios del mundo o cuando a veces todo se detiene ante un estímulo insignificante. Dilema doméstico muestra esta difícil convivencia de sentimientos con uno de los finales más logrados, quizá una síntesis del núcleo narrativo de toda la obra: “A la luz de la luna contempló por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la piel inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor"

villa crespo no es palermo queens

No sé que es una "micro-memoir", pero suena lindo.
Y la sonia que comenta no soy yo.
De todos modos, gracias Carolina Sborovsky (vía Entropía)

(También la ligan Vanoli, Oyola, Moret y Pensotti)

"Entre toda la paleta, algunos textos son verdaderos hallazgos, como “Eleven”, de Natalia Moret, quien elude tics de chica sexualmente liberada y da una ingeniosa vuelta de tuerca a ese clisé; “Animetal”, el genial cuento en el que Leo Oyola crea un potente voz lumpen (e incluso la parodia) en una helada noche en el Bajo Flores; “Capacidad de adaptación”, un agudísimo micro- memoir de Sonia Budassi; “Autocine” del también actor Mariano Pensotti y “En la santería”, la filosa excursión a la sordidez barrial de Hernán Vanoli."
(según ADN -que sostiene que tiene que haber un registro de la "polémica en los blogs" o sintetizar "qué pasa en los blogs"- no pasa ná de ná desde hace más o menos un mes.
"Nunca crees una sección fija que no puedas actualizar", sobre todo si la naturaleza del objeto de tu sección tiene que ver, precisamente, con la actualización)

pongo todo entre paréntesis porque este no es del tipo de post que me gustan, como criticón pseudo canchero. Pero como no soy del todo conciente como para evitarlo lo hago igual así sigo escribiendo lo mío.

Planteo

-Hola, ¿Sonia?
-Sí, soy yo. ¿Quién habla?
-Jano
-Hola Jano, cómo estás.
-Bien, bien. Pero te llamaba para decirte una cosa.
-Sí, decime.
-Te quería preguntar por qué no dejas el trabajo.
-...Eh...¿Por qué debería dejar el trabajo?
-Porque al final no te veo nunca y quiero que vengas a Bahía a jugar conmigo

medidas de seguridad extremas no es sinonimo de paranoia


no era el libro sino la causa (revisando viejos archivos como si no hubiera nada mejor que hacer)

Una amabilísima propaganda encubierta; a veces la militancia subterránea en medio del periodismo más ñoño y al final de todo después me doy cuenta de que no se entendió que quise decir qué, y sumar para ese lado. Las excusas no se filman. Todo publicado muy lindo en esa sección titulada, tan tan, La biblioteca ideal.
(1800 caracteres, tipeados en breves minutos)

La escena se repite en una librería mítica: la chica estudiante de Letras que pide “la segunda novela de Pablo Perez” sin animarse a decir el nombre. La vendedora insiste con el único objetivo de hacer ruborizar a la joven clienta: "¿me podés decir cómo se llama el libro?".
La obra de Pablo Perez empezó a circular en los noventa en fotocopias; Un año sin amor. Diario del Sida y el El mendigo chupapijas (Mansalva) vieron sus primeras ediciones gracias a Belleza y Felicidad. Años más tarde fueron reeditados, pero hoy es casi imposible hallar el primero, algo que muestra la letanía de los grandes sellos para descubrir voces e historias que llegan a signar una época.“Tengo que escribir. Hace tiempo que nadie me llama, hace tiempo que no escribo y cuando me siento a escribir siempre irrumpe algún inoportuno”. Así empieza Un año...: la prosa mantiene su potencia y recrea la cercana cadencia del llamado de un amigo a la madrugada, la angustia leve de paisajes confusos -pero inalterables- la proximidad del crujido de las páginas como los pasos afiebrados del protagonista desde el cine porno hasta su departamento; siempre de madrugada, solo. El libro, escrito en 1996, va más allá de su innegable valor documental: el SIDA por aquel entonces tenía el estigma de inmediato certificado de defunción. La tragedia del protagonista deja de lado la ampulosidad y se concentra en percepciones mínimas, tan profundas como arbitrarias, por momentos risibles.
Si es difícil aceptar la posibilidad de seguir viviendo una vez que se ha elegido el mejor traje para el propio funeral y se han recreado todas las reacciones posibles de amigos y enemigos ante la nueva lápida, Pablo Perez excede el supuesto género del “relato de minorías”: emprende un viaje en donde la marginalidad, entendida como pose desencajada o lugar inútil que hay que visitar, no significa más que tránsito, vacío, retorno.

mantra de jueves a la madrugada II

Expectativa cero.
Autoestima un millón.

mi pequeño oasis pequeño burgués



PLACERES MUNDANOS
(LO QUE CUESTA UN BOLETO DE COLECTIVO Y LLEGAR A ALGUNOS LUGARES)
por editorial tamarisco. publicado en revista no retornable
Cuando empezamos con el sello Tamarisco conocíamos a muchos narradores inéditos (como nosotros) que, en muchos casos, sólo veían posible “su Futuro”, “su Carrera”, “su Trayectoria” con la visibilidad mediática de un Federico Andahazi, escritor exitoso y laborioso y mediático que nos cae muy bien o como Echarri (las chicas: Celeste Cid) después del éxito de Montecristo. Leían, sí, eso sí que leían: autores premiados con acento europeo que nosotros también leímos y en ciertos casos disfrutamos, pero ellos soñaban con el gran premio millonario, con la editorial que invierte en gigantografías con el cuerpo del “Escritor Novel” en las librerías más importantes del Mundo, París, Londres, New York, con una tirada en miles, sin siquiera pensar que no todos se llaman Federico y que quizá el libro premiado o de la Gran Editorial terminaría vendiendo una milésima parte (la literatura, se sabe, no es la televisión; hay libros que no leen los editores de los Suplementos culturales ni de las revistas del corazón; hoy, parece, la verdadera curiosidad crítica está en la web). Pero ellos igual, querían todo eso o si no nada. Entre la torpe ingenuidad y la desmedida ambición imaginaron su libro como los de los “Grandes Grupos” y a partir de ahí, el ansia y la sospecha: en algunos casos parecía que más que “la literatura”, les interesaba cierta fantasía de lo que, muy muy pocas veces sucede alrededor de “la literatura”. Y mientras hablábamos con estos ambiciosos jóvenes inéditos, leíamos que Alan Pauls advertía en alguna entrevista algo así como que los narradores son más pretensiosos que los poetas. ¿El señor Pauls, esa vez, tenía razón? Muy pocos de los ambiciosos inéditos pensaban que para ellos una edición de 300 ejemplares podía llegar a ser digna. Mucho menos una distribución que no incluyera las más sofisticadas estrategias de marketing masivo; aunque cueste la comercial intrusión en la manufactura del texto. Había muchos a los que el proyecto Tamarisco les parecía una cosa de nada, banal (¡y en eso quizá tengan razón!). Pero tampoco vamos a ocultarlo: vimos el último estertor de la poesía de los 90, observamos sus circuitos, su “proactividad”, su empeño en publicar y hacer circular obra como sea, cuando sea, en todo momento oral, fotocopiado, impreso o de precarios y potentes websites; vimos el sedimento de sus discusiones, de sus peleas, de su maravillosa o triste producción. ¿Y entonces? ¡Oh! ¡Claro que no todos los narradores cumplían con la consigna de Pauls ni con la de los jóvenes ambiciosos de fama fortuna y poder! Había muchos otros como nosotros (la rima es involuntaria), con todo el error, toda la miseria y pedantería, pero también con ganas, que apostaban a la apuesta (la redundancia es a propósito; hiperbólica). Más deseo de ensayo y error, búsqueda y debate crítico que de fotos y números torpemente calculados por el promedio prestigio-ventas-tirada-aparición en la revista dominical. Porque no nos rasgamos las vestiduras sino que celebramos las estrategias, las contratapas de todas las editoriales grandes y prestigiosas y comerciales de Argentina y del mundo. Pero celebramos mucho más que proyectos como el nuestro y sus escritores, con otras preocupaciones –excluyentes y también complementarias- y una mirada crítica al interior de nuestro sistema literario, puedan existir.¿Outsiders? Reinvertir, reinvertir, reinvertir“Editorial independiente”. Tal vez era más fácil de decir, tal vez más simple, tal vez muchos tuvieran en mente una definición muy clara al respecto, lo cierto es que aunque repetimos desde el principio (como un mantra) “Tamarisco es un proyecto editorial autogestionado”, rápidamente caímos bajo el brazo todopoderoso del término independiente. Entonces: hagámonos cargo. Que vivimos en un sistema capitalista ya lo sabemos todos. Que quien inicia un proyecto fantasea en algún momento con recibir una remuneración por eso, también. Que ya está naturalizado el hecho de que cualquier proyecto basado en la autogestión (sea en Buenos Aires, o en Córdoba, o en Bahía o en Neuquén) no da réditos monetarios (no al menos al corto plazo): ¿hace falta decirlo? El tema es ver cuántas otras naturalizaciones encubren los términos, porque “independiente” engloba proyectos tan disímiles desde la base, que es interesante, al menos, pensar en esta categoría para definir de qué forma está siendo utilizada. Independiente: ¿con respecto a qué? Uno puede decir independiente con respecto al mercado, pero sabemos que no es cierto. En distintos grados, todos apuntamos a un mercado. Distinto a lo mejor que el mercado al que apuntan las “grandes editoriales”, pero mercado al fin. Si lo que queremos, lo que repetimos, lo que intentamos hacer es difundir voces nuevas, necesitamos de un mercado que las consuma. Puede ser simbólico, sí, tal vez en esta etapa prioricemos la llegada a los lectores antes que la ganancia y de ahí la decisión de subir a PDF nuestros dos primeros libros, disponibles para quien quiera en el blog de la editorial (“eso es amor al arte” nos dijeron varios colegas al enterarse del gesto) pero lo cierto es que para poder seguir editando necesitamos dinero: sin ley de mecenazgo, sin millones en el banco, sin una Victoria Ocampo que quiera apostar a nosotros, la única vía posible es, otra vez, el reducido circuito mercantil al que podemos aspirar para reinvertir, reinvertir, reinvertir (los eventuales subsidios estatales no son eternos, señores). Por eso habría que afinar un poco los términos y plantear que la independencia, a lo mejor, pasa por otro lado. A lo mejor tiene que ver con la posibilidad de apostar sin condicionamientos. ¿Qué va a pasar? ¿Van a subir las ventas si tocamos un tema “escabroso”? ¿Quién va a decirnos algo si el desenlace “no se entiende”, si el lenguaje es “complicado” si la simpleza es “excesiva”? Tamarisco es justamente eso: espacio de experimentación y de apuesta, germen, es la libertad del ida y vuelta, la devolución a conciencia, el compromiso tanto nuestro como de nuestros autores donde el único condicionamiento, por ahora, pasa por editar algo con lo que todos estemos conformes desde un nivel literario y estético.
Viajar en Colectivo.
Hace poco, un amigo escritor nos contaba que ante su pregunta por referencias urbanas después de retirar unos libros en un sello importante, la editora le dijo que no viajaba en colectivo desde hacía cinco años y que por eso no podía ayudarlo. Nuestro amigo dijo: ellos no viajan en colectivo, ustedes no tienen ni para el bondi. La anécdota sirve para bosquejar algunas líneas que nos permitan pensar de qué hablamos cuando hablamos de independencia. En este sentido hay dos puntos que tienen que ver con el futuro de Tamarisco y que nos gustaría desarrollar. Si bien es cierto que pensar la independencia por fuera de las relaciones de mercado es una ingenuidad, decir que somos una editorial “de nicho” también es un error. Que los compradores de nuestros libros constituyan lo que en el lenguaje del marketing se denomina “nicho” es un efecto colateral y no deseado del trabajo que hacemos quienes de una u otra manera conformamos la editorial. Eso significa que Tamarisco no es una empresa: ni legal ni impositivamente, ni desde los objetivos que persigue. Si en algún momento Tamarisco llega a proporcionar ganancia, o si en algún momento en este país llega a existir una política cultural que vaya más allá de ciertos subsidios hoy inexistentes, son cosas que, más allá de nuestras sospechas pesimistas, no pueden preverse. Pero la independencia también pasa porque ni los subsidios ni la ganancia determinen las decisiones que se toman al interior de las editoriales. Existen editoriales “independientes” –que quintuplican la estructura de Tamarisco- que subsisten en base al mecenazgo privado o estatal. Otras, consiguen publicar autores que poseen algún tipo de “mercado cautivo” (pocas veces mayor a los 300 ejemplares) basado en la legitimidad otorgada por instituciones como la universidad o los suplementos culturales en base al capital social de quienes las dirigen. Otras funcionan gracias a que habilitan la circulación de fondos de origen más o menos oscuro. Otras son caprichos soñados en euros por la nostalgia progresista de bellas almas bienpensantes. Todas, por lo general, publican material interesante que sabe encontrar lectores y, en el mejor de los casos, generar lectores nuevos. Sin embargo, son pocas las que ponen entre paréntesis el concepto de editorial como un agente que actúa desde el anonimato porque su objetivo central es la conquista de un público anónimo. En nuestro caso, en el caso de Tamarisco, y por citar algunos casos también podemos mencionar a la Funesiana y a Carne Argentina y quizá también La Creciente (Córdoba) o Barricada (Bahía Blanca), la apuesta es diferente. La editorial es pensada antes como un espacio de encuentro y de generación de comunidades de lectura que como una industria cultural. Nos interesa la trayectoria de cada libro que imprimimos o que colgamos en PDF en nuestro blog: nos interesa conocer a los lectores, y, si se puede, conversar con ellos, elogiarlos, discutir, decirles que no nos gusta como leen o dejarles comentarios que les molesten o les suban el ego a las nubes. Si de manera algo pomposa Mario Bellatin decía que su escuela de escritores funcionaba como una instalación artística, nos tienta la idea de pensar a Tamarisco como un intersticio social. Es por eso que somos cuatro, pero frente a cada libro que sale somos muchos más. Porque los autores a veces cofinancian la impresión y siempre participan del proceso de edición, porque Carla Gnoatto, nuestra diseñadora, tiene voz y voto, y porque mucha gente, muchos amigos y desconocidos, nos ayudan con cada libro. Porque intentamos pensar a nuestro blog, Hojas de Tamarisco, como una superficie de producción de sociabilidad – y con énfasis, no siempre bien logrado, de crítica-, no sólo entre nosotros cuatro, que muchas veces disentimos, sino también con otros blogs que nos gustan y con cualquiera que se interese por lo que hacemos o que quiera mostrarnos lo que hace. Una suerte de tecnología de la amistad y de la discordia que también da sus frutos en lecturas en vivo, intercambio de materiales y de libros, de recursos, de saberes, y también, hay que decirlo, de estar juntos porque sí. Un espacio lúdico a la sombra de la Gran Literatura y del Mercado, o como dirían algunos, un oasis pequeño burgués. Donde hay grandes egos, discusiones y discrepancias, pero donde también hay amor por la escritura y generosidad. Por último, queremos resaltar la importancia de la puesta del cuerpo de los editores para el funcionamiento de este tipo de editoriales independientes. En general, en las editoriales como la nuestra la prensa y la distribución se hacen de manera personalizada, de librería en librería, al igual que todo el trabajo que implica el proceso de edición. Esto significa que el tiempo de “ocio”, que también podría ser pensado como tiempo para el desarrollo de nuestra escritura (todo este contertulio gratuito salió porque los cuatro escribimos), se invierte en la gestión editorial. Pero, por suerte, hay amigos y autores que nos ayudan. Así que viajamos en colectivo, y cada vez la pasamos mejor. Los 80 centavos los “casi pagan” las editoriales grandes: mucho menos que una conclusión¡Oh, amigos, Capitanes! Algo que quedó viejo: libro que no se distribuye no existe, que en los ‘70 estaba bien, y quizá en los ’80, pero que con los años y las caídas de ventas y de lectores sufrió, en tanto dogma, al menos dos transformaciones:1- libro que no se publicó en editorial (al menos en editorial más o menos), no existe. 2- libro que no se publicó (como sea) no existe. Y agregamos un tercer momento, para los jóvenes del futuro (que ya llegó): ¿qué era un libro? Está claro, siempre hablamos de libros de literatura (¿qué era “literatura”?). Y a los libros de literatura, lo único que les queda, parece ser el mentado “prestigio” que las editoriales grandes enarbolan como base moral de su gestión comercial. En definitiva (y en el mejor de los casos): un “uso” de la literatura con el que (más allá de las “intervenciones” en la edición) no estamos de acuerdo. Y no estamos de acuerdo porque, como dijimos, antes que editores somos escritores y antes que escritores somos lectores: doble barrera para no dejarnos llevar por lo que le es útil a una editorial grande pero que dudamos le haga bien a los escritores (que de última tendrán su prolijo libro publicado, y hasta un adelanto que, en la relación horas laborales-monto, es menos que una limosna, y no sabemos si cubre los viáticos), y mucho menos bien a los lectores. Y esto no es combativo (qué lástima). Es casi sentido común. Casi ni vale la pena, Capitanes, porque todos somos, ¡oh!, ¡sí!, ¡Capitanes!

VIERNES 2 DE NOVIEMBRE 20HS
LA RATONERA
(CORRIENTES 5552 -y Gurruchaga)
Buenos Aires

Editorial Tamarisco presenta

LA MARCA DEL MILAGRO, DAMIÁN TERRASA (novela)

+nueva colección

Los Simples de Tamarisco
(bellos cuentos en edición limitada)
EL DíA QUE PERLA VOLÓ. CELIA DOSIO
EL PELO DE LA VIRGEN. FEDERICO FALCO
OXIDADO. LEO OYOLA
Habrá cachivaches, música, vino y fiesta tamarisca.
¡Se ruega venir y difundir!

Bajo el tamarisco se planta la resistencia playera
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