Los domingos son para dormir por Félix Bruzzone

VÍA Editorial Entropía

Este año a Sonia le regalé dos plantas. Una chiquita, en preciosa maceta, y otra más grande, un árbol en realidad, un Paraíso, en un horrible balde agujereado a golpes de destornillador, para que el agua drene.

Ahora leo su libro, y resulta que en la lectura también encuentro una especie de árbol. O una figura arborescente, si se quiere. Y no es paranoia ni conspirativismo ni ánimo de ver en todas partes árboles: es la realidad de cada uno de los párrafos: frases ramificadas, personajes y situaciones y detalles, miles de detalles, que viven ahí como arborícolas. No sé si alguien de los acá presentes alguna vez leyó ese libro de Graciela Montes que se llama “Y el árbol siguió creciendo…” Es una novela para niños, muy imaginativa, en la que un árbol empieza a crecer en medio de la Nueve de Julio, y que con el correr del tiempo no sólo se convierte en una atracción para periodistas y comunidad toda sino que empieza a ser vivienda de muchos. El conflicto surge cuando alguien pide la remoción del árbol y todos sus habitantes. La resolución no viene al caso, pero la imagen a mí me quedó, una de las primeras grandes imágenes que me dejó el haber leído algo. Después, árbol y lector crecieron, y los árboles, en general, todos los árboles, se volvieron para mí las formas más raras y expresivas. Este libro de Sonia, claramente, participa de esa arborescencia compleja, inclasificable, llena de flores hermosas, frutos verdes, maduros, podridos, pestes, animales de todo el orden zoológico, zonas húmedas y secas, luz directa, reflejada en el verde del follaje, refractada por las gotas de la lluvia o la humedad matinal, cantidad de olores, rugosidades, músicas.

Con la música hago un aparte.

A los cuentos de Sonia, antes que nada, los escuché. Los escuché leídos por alguien, quiero decir, en voz alta. El ritmo era raro, como ondulante o deshilachado. Música aleatoria en hilachas que en conjunto armaban como un plano ondulado. Así que para mí estos cuentos fueron, antes que nada, una sonoridad. Por eso me interesa el sonido de los cuentos de Sonia. No el ritmo, o la melodía, o la entonación, que serían las partes de ese sonido y que quedan para los expertos, sino todo el sonido, completo, dando una idea de algo, como por ejemplo la composición de una histeria. Lean la quíntuple negación de la segunda oración de “Fuera de temporada” y van a saber de qué hablo. Quíntuple negación, qué abuso, que falta de “menos es más”. Pero no, es sonido, y el sonido significa mucho, y es interesante, porque en todo el libro las referencias a la música, lo que podría entenderse por “banda sonora del libro”, son pocas, y yo creo que eso es porque los relatos suenan por sí mismos.

Volviendo al árbol, el libro también es el árbol de las genealogías, que no son siempre las de una o dos chicas que vienen del interior a estudiar en la capital, como en “Roomates”, o que están de viaje por el gran país, como en “Fuera de temporada”, dos de los cuentos del libro. Hay genealogías rotas por el destino, como en “Seis menos dos”, y por la voluntad, como en “La verdad del Lena”. Y cruces que dan cuenta de las capas o niveles posibles del gran árbol. En “Seis menos dos”, por ejemplo, a la vez que espera la noticia de la muerte de sus padres, la niña que quedará huérfana ve cómo sus hermanos ayudan, sin mucho éxito, a parir a una vaca. En “La verdad del Lena” la oportunidad de comenzar una vida nueva en la Patagonia es dada por el hundimiento de un submarino. Y una imagen, hacia el final de “Roomates”, nos sugiere que no hace falta vivir en ningún árbol para sentir la inestabilidad de cualquier superficie: “En el suelo, las cucarachas y sus patitas peludas, inquieto círculo agitado que arrastra telarañas, hilos débiles que se enredan debajo de mí.”

Con los árboles se podría seguir. A mí, por ejemplo, me sirvieron para entender esos puntos que Sonia pone en la mitad de la oración, después de un “de” o después de un “que”. Ramas rotas, pienso yo, desvíos. En todos los árboles hay de eso, y eso habla también de capas de tiempo, recuerdos marcados. Igual que en los cuentos, donde una misma frase puede contener lo actual, el recuerdo y algún recuerdo dentro de ese recuerdo, como en capas. Y cuando las frases son así es porque en algún lugar hay o hubo viento, inclemencia climática, vida real, en definitiva.

Cuando a Sonia le regalé la planta fue para su cumpleaños. Un regalo delicado, precioso, para una chica. Cuando le regalé el árbol no, era para una estratagema de ella con su vecina, que le impedía el uso de la terraza y entonces a Sonia se le ocurrió lo de meter la excusa de necesito la terraza para mi árbol, que no tenía y que entonces le dí.

Así que las cosas, ahora, con relación al libro de cuentos para mí serían así: primero viene la planta, pequeña, débil, tallo y pocas hojas que hay que cuidar muy bien porque enseguida pueden morir. Eso es la niñez evocada, la nostalgia de la niñez; y luego, el árbol, el impulso barroco de la vida en la ciudad. Ese es el tránsito. Y la vida en los árboles, que son también la intemperie, la sofocación de lo múltiple, de las dispersiones acumulativas, o más que acumulativas, superpuestas, entrelazadas, y en el centro la melancolía, o el deseo del abandono de todo, mito de eterno retorno en cada círculo de cada tronco, cada año, cada mes, cada semana, y en la idea de semana, el domingo, que es el inicio y el final, según el lente, pero en todo caso el descanso, el sueño. ¿Con qué sueñan los personajes de este libro? Aparentan, se cargan de cosas. “no sólo hay que ser buena, también hay que parecerlo” dice la narradora de “Las cosas que brillan a mi alrededor” repitiendo a su padre. Pero qué sueñan, eh, qué. No se sabe. O no sueñan. Porque los domingos, lo dice el título, son para dormir.

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