(publicado en el Suplemento de cultura de Perfil en abril de 2008)
No ocurre con frecuencia que la salida de un libro de ficción sea noticia en el cuerpo central de los diarios como sucede desde hace unos años con la obra de Haruki Murakami (no confundir con su compatriota Ryu). Desde hace tiempo Occidente recurre, postmodernidad mediante, a saberes de Oriente que guían un consumo cultural extendido: se toman complejas teorías de la más antigua filosofía china para convertirlas en tips de decoración. Salvando cierta distancia, podemos incluir a Murakami dentro de una refinada moda new age, si bien la literatura japonesa ha sabido dar buenas obras, como las de los premios Nobel, Kawabata y Kenzaburo Oé, o Yukio Mishima. Y como por ósmosis, cada vez que se acerca la entrega del Premio Nobel, el nombre de Murakami vuelve a sonar en los medios como posible candidato. No parece, sin embargo, sólo un capricho periodístico; “Madera Noruega,” traducción literal de la canción de los Beatles, conocido aquí como Tokio´s blues, vendió casi cuatro millones de ejemplares en inglés.
Vocación universal y una cuota de exotismo. La aparición de Sauce ciego, mujer dormida, que reúne más de una veintena de cuentos del japonés, sirven para contraponer los efectos literarios a la expectativa mediática. Se ha señalado con acierto que las historias de Murakami podrían transcurrir en Buenos Aires o New York a no ser por mínimas referencias a Japón. Al mismo tiempo, presentan animales que hablan, gente con poderes extrasensoriales y planteos místicos; suele decirse que todo sucede en un “clima irreal”. Tanto en Kafka en la orilla como en sus relatos, los conflictos se inician en un marco realista pero pronto se sugiere que hay algo más, una lógica inaprensible y oculta. Los gatos antropófagos, por ejemplo, narra la historia de dos amantes que se instalan en Grecia luego de ser descubiertos por sus respectivos esposos. Una mañana, leen una noticia que cuenta que dos gatos comieron el cadáver de su dueña, lo único que tenían a su disposición. ¿De qué manera este evento se relaciona con la historia de la pareja?. No lo sabemos. Una noche, el hombre despierta y su amante no está junto a él. Sale a buscarla por la isla mientras repite –planteo de todos los personajes-“¿Adónde está mi auténtico yo?”. En medio de la noche, escuchará una voz en el aire, (un pichón desnutrido de El horla), que responde “Tu yo real ha sido devorado por los gatos”. ¿Entonces? Podemos suponer que hay algo que interpretar, que pueden seguirse señales que den sentido al relato. Pero los misterios que construye el autor no son tales porque, precisamente, no hay en ellos construcción ni lógica alguna: no hay nada que descubrir; en todo caso, sólo el efecto del azar.
Monocorde. Los personajes, autoconcientes, son una misma masa compacta de incertidumbres pseudos existenciales a pesar de sus diferencias de edad, profesión, conflictos, etc. Cuando se llega a este punto, no hay más que reconocer que El alquimista, de Paulo Cohelo, es un libro honesto: el personaje va “en busca de sí mismo” y a lo largo de un extenso (y redundante) recorrido, encuentra ciertas respuestas. En los cuentos de Murakami, no hay nada que encontrar, menos por un posible nihilismo del autor que por una cierta incapacidad para resolver la trama. Pese al aura de “profundidad” (ayudada con citas de Hegel a Tolstoi, edulcoradas con guiños pop) no hay más que superficialidad filosófica y dramática. No se cava en el fondo de un problema, no se profundiza en ningún conflicto, no se crea ningún carácter. La “irrealidad”, entonces, tiene sentido en cuanto a inconsistencia del efecto realidad; a falta de densidad. Si el extrañamiento ante lo cotidiano tiene, desde Lispector a ciertos cuentos de Cortázar, un efecto perturbador, es por el compromiso de la literatura con el asunto que se está contando. Una de las virtudes del “cuento extraño”, como señala el Prólogo a la Antología de la literatura fantástica de Ocampo, Bioy Casares y Borges, es que sea aceptado de forma natural por el lector. Murakami trabaja con una distancia desde la que ni el mejor predispuesto puede involucrarse; los sucesos, más que raros, resultan entre inverosímiles y ridículos. En Somorgujo, relato de aires kafkianos, el protagonista no puede ingresar al nuevo empleo porque desconoce una contraseña, lo que desata un extenso diálogo con el guardián de la puerta. En el último párrafo, hay un abrupto cambio de punto de vista y de narrador (que pasa a ser el ave), al igual que en La tragedia de la mina de carbón de Nueva York, entre otros. Suponemos que el recurso pretende resignificar lo anterior, pero sólo resulta un agregado inorgánico (o, en rigor, el título sólo ancla con el párrafo de cierre). Es como si el autor no supiera qué hacer con sus personajes, muchas veces interesantes en potencia. Como decía G. B. Shaw, “casi todos saben comenzar algo. Lo difícil es ponerle fin”. Murakami tampoco teme a los clichés. A veces los vuelve fundantes de la trama pero no logra iluminarlos desde otro lugar. Sucede con unos de sus tópicos preferidos, el de la madurez. Como en tantas canciones populares, sugiere que todo está perdido una vez que “te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta ni revolucionario ni estrella de rock”. Los lugares comunes se repiten también en comparaciones: algo es “Tan triste como la lluvia de invierno”. O “se había levantado entre nosotros una barrera difícil de atravesar”. O alguien “era joven como el barro recién formado”. Entre la pretensiosa superficialidad y el tedio, la literatura de Murakami puede atraer por su ilusión de mágica trascendencia, pero no hará más que irritar y aburrir al lector. Vale la pena esperar, entonces, al verdadero heredero de los autores japoneses mencionados al comienzo de esta nota.
No ocurre con frecuencia que la salida de un libro de ficción sea noticia en el cuerpo central de los diarios como sucede desde hace unos años con la obra de Haruki Murakami (no confundir con su compatriota Ryu). Desde hace tiempo Occidente recurre, postmodernidad mediante, a saberes de Oriente que guían un consumo cultural extendido: se toman complejas teorías de la más antigua filosofía china para convertirlas en tips de decoración. Salvando cierta distancia, podemos incluir a Murakami dentro de una refinada moda new age, si bien la literatura japonesa ha sabido dar buenas obras, como las de los premios Nobel, Kawabata y Kenzaburo Oé, o Yukio Mishima. Y como por ósmosis, cada vez que se acerca la entrega del Premio Nobel, el nombre de Murakami vuelve a sonar en los medios como posible candidato. No parece, sin embargo, sólo un capricho periodístico; “Madera Noruega,” traducción literal de la canción de los Beatles, conocido aquí como Tokio´s blues, vendió casi cuatro millones de ejemplares en inglés.
Vocación universal y una cuota de exotismo. La aparición de Sauce ciego, mujer dormida, que reúne más de una veintena de cuentos del japonés, sirven para contraponer los efectos literarios a la expectativa mediática. Se ha señalado con acierto que las historias de Murakami podrían transcurrir en Buenos Aires o New York a no ser por mínimas referencias a Japón. Al mismo tiempo, presentan animales que hablan, gente con poderes extrasensoriales y planteos místicos; suele decirse que todo sucede en un “clima irreal”. Tanto en Kafka en la orilla como en sus relatos, los conflictos se inician en un marco realista pero pronto se sugiere que hay algo más, una lógica inaprensible y oculta. Los gatos antropófagos, por ejemplo, narra la historia de dos amantes que se instalan en Grecia luego de ser descubiertos por sus respectivos esposos. Una mañana, leen una noticia que cuenta que dos gatos comieron el cadáver de su dueña, lo único que tenían a su disposición. ¿De qué manera este evento se relaciona con la historia de la pareja?. No lo sabemos. Una noche, el hombre despierta y su amante no está junto a él. Sale a buscarla por la isla mientras repite –planteo de todos los personajes-“¿Adónde está mi auténtico yo?”. En medio de la noche, escuchará una voz en el aire, (un pichón desnutrido de El horla), que responde “Tu yo real ha sido devorado por los gatos”. ¿Entonces? Podemos suponer que hay algo que interpretar, que pueden seguirse señales que den sentido al relato. Pero los misterios que construye el autor no son tales porque, precisamente, no hay en ellos construcción ni lógica alguna: no hay nada que descubrir; en todo caso, sólo el efecto del azar.
Monocorde. Los personajes, autoconcientes, son una misma masa compacta de incertidumbres pseudos existenciales a pesar de sus diferencias de edad, profesión, conflictos, etc. Cuando se llega a este punto, no hay más que reconocer que El alquimista, de Paulo Cohelo, es un libro honesto: el personaje va “en busca de sí mismo” y a lo largo de un extenso (y redundante) recorrido, encuentra ciertas respuestas. En los cuentos de Murakami, no hay nada que encontrar, menos por un posible nihilismo del autor que por una cierta incapacidad para resolver la trama. Pese al aura de “profundidad” (ayudada con citas de Hegel a Tolstoi, edulcoradas con guiños pop) no hay más que superficialidad filosófica y dramática. No se cava en el fondo de un problema, no se profundiza en ningún conflicto, no se crea ningún carácter. La “irrealidad”, entonces, tiene sentido en cuanto a inconsistencia del efecto realidad; a falta de densidad. Si el extrañamiento ante lo cotidiano tiene, desde Lispector a ciertos cuentos de Cortázar, un efecto perturbador, es por el compromiso de la literatura con el asunto que se está contando. Una de las virtudes del “cuento extraño”, como señala el Prólogo a la Antología de la literatura fantástica de Ocampo, Bioy Casares y Borges, es que sea aceptado de forma natural por el lector. Murakami trabaja con una distancia desde la que ni el mejor predispuesto puede involucrarse; los sucesos, más que raros, resultan entre inverosímiles y ridículos. En Somorgujo, relato de aires kafkianos, el protagonista no puede ingresar al nuevo empleo porque desconoce una contraseña, lo que desata un extenso diálogo con el guardián de la puerta. En el último párrafo, hay un abrupto cambio de punto de vista y de narrador (que pasa a ser el ave), al igual que en La tragedia de la mina de carbón de Nueva York, entre otros. Suponemos que el recurso pretende resignificar lo anterior, pero sólo resulta un agregado inorgánico (o, en rigor, el título sólo ancla con el párrafo de cierre). Es como si el autor no supiera qué hacer con sus personajes, muchas veces interesantes en potencia. Como decía G. B. Shaw, “casi todos saben comenzar algo. Lo difícil es ponerle fin”. Murakami tampoco teme a los clichés. A veces los vuelve fundantes de la trama pero no logra iluminarlos desde otro lugar. Sucede con unos de sus tópicos preferidos, el de la madurez. Como en tantas canciones populares, sugiere que todo está perdido una vez que “te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta ni revolucionario ni estrella de rock”. Los lugares comunes se repiten también en comparaciones: algo es “Tan triste como la lluvia de invierno”. O “se había levantado entre nosotros una barrera difícil de atravesar”. O alguien “era joven como el barro recién formado”. Entre la pretensiosa superficialidad y el tedio, la literatura de Murakami puede atraer por su ilusión de mágica trascendencia, pero no hará más que irritar y aburrir al lector. Vale la pena esperar, entonces, al verdadero heredero de los autores japoneses mencionados al comienzo de esta nota.
4 comentarios:
a mi murakami me resulto inmensamente aburrido. me gusto este comentario ¡por fin alguien me da la razon!
...ahora lo puedo decir. cuando el alquimista me gustó cuando lo lei, y me hizo llorar (!)...
(valga aclarar que eso fue en mi adolescencia)
...un saludo real...
Qué pena. No leí este libro de relatos pero "Norwegian wood" (en inglés) me pareció sencillamente genial. En ese libro sí se puede decir que Murakami profundiza en sus personajes, que sabe exactamente qué hacer con ellos o que ellos mismos tienen voluntad propia... Y repito: qué pena que un autor tan interesante caiga en estas cosas.
Mmm. No leí ese libro, Sebastian.
Saludos!
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