"La ironía después del barroco"

Esta reseña salió publicada con la nota de tapa del Suplemento de Cultura de Perfil, una entrevista a Daniel Sada; pero han discriminado de la versión online el texto que copio abajo.

Cada tanto la crítica elabora hipótesis vinculantes entre escritores diversos a partir de conceptos más o menos duros. La narrativa del mexicano Daniel Sada formó parte, junto a Jesús Gardea, Ricardo Elizondo o Severino Salazar, de lo que se llamó, en la década del ochenta, “literatura del desierto”.Y si la procedencia o el escenario (en este caso, el norte de México) suelen ser apenas un elemento desde el cual juzgar, la obra de Sada, anclada, sí, en el desierto, contiene el tinte barroco, tardío, del cubano (tropical) Lezama Lima y claros guiños a la picaresca. Pero su extensa producción lo coloca en el centro, en el marco de un panorama literario bien diverso; en el que novelas como Casi nunca tienen el innegable sello de lo extemporáneo. El libro viene a reafirmar, en el sistema Sada, la singularidad del siempre llamado “autor de culto” que nos remite, sin embargo, a una literatura concebida en el pasado, un ciclo que termina de anclarse en el Siglo XX.
En su libro de cuentos Todo y la recompensa (2002) hay dos elementos que pueden leerse, en primera instancia, como claves que operan para profundizarse en su reciente novela. Por un lado una mirada sobre tópicos específicos; por otro, una posible filiación literaria. En el relato Juguete de nadie, Sada recrea un universo que continuará luego: la vida sofocante, la esclavitud imposible de redimir, de una prostituta; el sexo y el dinero como las formas típicamente mediadas en el ejercicio de las relaciones de poder. La distancia próxima del narrador en tercera persona se retoma en Casi nunca, con diálogos intercalados como chispazos elocuentes en el imbrincado discurrir de la prosa.
Como epígrafe al relato Después se lee la frase de Salvador Elizondo: “Somos, quizás, la actualización de un presente”. Pero si en los textos de Elizondo residen los puntos de contacto más visibles, es esa filiación la que permite pensar su propio abismo, los efectos de lectura refractarios entre uno y otro. Los soliloquios de Elizondo contienen, en un punto, la condena de encerrarse en su propia naturaleza disruptiva; el diálogo que plantea su obra manifiesta propiedades reflexivas que la hacen volver una y otra a vez sobre sí mismas. En cambio, Sada crea módulos dramáticos casi objetivistas; la estructura de la trama y los personajes se propagan más allá de sí mismas y resguardan una clara referencialidad. Suele decirse que Elizondo proclamaba –una utopía vanguardista (histórica), a fin de cuentas- que había que prescindir del significado. Casi nunca tematiza no sólo el amor, las convenciones sociales que se imponen en cada determinación de Demetrio, el protagonista, si no también el choque (la novela está ambientada entre el 45 y el 49) entre lo local y lo universal, poniendo en contraste las realidades mundiales que generan las potencias europeas y estadounidenses en el páramo de los pueblitos mejicanos: “Se le removían las tripas de pensar que abordaría un avión que tal vez transportara ¡una bomba! Asociación miedosa ennegreciéndose...”, dice Demetrio en relación a lo que ha escuchado decir sobre Hiroshima.
Si algunas “rara avis” literarias esconden su fuente de artificiosa juventud en textos de tradiciones más bien extravagantes; por qué no admitir la suave reverberación del estilo de otros dos autores disímiles, contemporáneos, en Casi nunca. Por un lado, la sintaxis quebrada, la libertad con que se tensan las escenas en la narrativa del norteamericano JP Donleavy (que incluye el pasaje de primera a tercera persona, recurso que Sada usa en contadísimas ocasiones) en libros como Cuentos de hadas en New York. También los ecos de la obra del portugués Antonio Lobo Antunes (más preocupado, sin embargo, por el tiempo y la subjetividad) cuyos textos también comparten el goce explosivo por el hipérbaton, llegando a extremos de dislocación absoluta propia de las sínquisis de Góngora (a quien Sada, podríamos adivinar, ha leído). En Casi nunca conviven también gerundios y oraciones unimembres con una hiperconciencia del lenguaje que incluye la aceptación, por momentos extrema, de la ambigüedad y la polisemia de cada término: “Mientras se dirigía a la estación aérea (...) reforzaba su empeño de caminar airoso por el pavimento, decimos “airoso” porque el vientecito de ese lugar estaba acariciando: maneras de envoltura quizás, a bien de depurar un sortilegio viajero: “Hi-ro-shi-ma”.“Mi-re-ya” (...), briznas verbales”. Las apelaciones al lector, la irrupción precisa, puntualmente dosificada, del narrador en primera, la ironía permamente, hacen que, en su compleja urdimbre, la novela narre en varios planos simultáneamente sin dejar de lado, como podría pensarse, la intriga que mueve a la trama en su sentido más convencional, algo por lo que suelen abogar los lectores más cómodos, a quienes Casi nunca desafía, pero no expulsa.

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