El gato que toma agua de la canilla ya no vive en esa casa. Alguien pensó que era mejor que estuviera en una lugar habitado hasta que, si se daba, su dueña volviera a vivir en su hogar. Imaginé el reencuentro.
En su nuevo y transitorio hogar nadie le permite, me consta, tomar agua de la canilla.
La niña que vive en esa casa tiene rizos rubios y baja estatura, una burla, por real, a esos angelitos de Miguel Ángel.
-Se le cayó el collar a So en el patio- me cuenta un día.
-¿Cómo se le cayó?
-Sí, lo encontré y lo tengo acá pero no se lo puse de nuevo porque no lo vi más.
Su madre ratifica la información. La pequeña rubia se me acerca y desde donde está no puede ver que su madre hace gesto de alitas con los brazos y señala el cielo.
-Debe estar paseando, o en lo de algún vecino, trepado a la mesada, pidiendo que le abran la canilla, digo.
La nena pide permiso para prender el televisor.
Me entero de detalles innecesarios e indignos de un gato carismático, rubio y gordo, dichos en voz baja.